Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

martes, mayo 30, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

PATINANDO POR BARCELONA. ICARO

Hoy haré una L. Un circuito en forma de L, quiero decir. Bajaré todo el paseo San Juan hasta llegar al Parque de la Ciudadela y desde allí iré a Plaza Catalunya. El arbolado paseo parte en dos el ensanche derecho, separando de forma casi mística a los dos gaudís: la Pedrera, señorial, y el templo de la Sagrada Familia, que le dejaron hacer en medio de un campo de ovejas.Siendo sábado y las ocho de la tarde no hay casi circulación. Las calles que recorro tienen los nombres de las instituciones de la antigua Corona de Aragón (Diputació, Consell de Cent, Gran Via de les Corts Catalanes...), y de los territorios que la componian (Aragó, València, Rosselló, Corcega, Mallorca...). Los nombres y las fachadas evocan la Renaixença del siglo XIX y la especulación del XXI. En menos de diez minutos me planto frente al Arco del Triunfo. Cuando lo atravieso, abandono el ensanche burgués de Barcelona ideado por Cerdà. Su plan no estaba ideado únicamente para el espacio que hoy ocupa el distrito del Ensanche; él soñó un gran ensanche entre Montjuïc y el río Besòs, incluyendo el término de San Martí. La idea fue descartada por el gran número de espacios "desperdiciados" en jardines. País.Ahora, si giro a la derecha, iré directo a Plaza Catalunya con su centro turístico y, si giro a la izquierda, me encontraré con la base del ensanche de Barcelona. Decido girar a la izquierda para joder a la L y recorro la Calle Pujades. Patino en paralelo al parque de la Ciudadela, donde ya no se puede tocar el tambor ni fumar hierba porque molesta a los vecinos de alrededor, que están en sus casas fumando hierba y agotados después de haber pasado el día atascados entre las rondas. Finalizado el parque, encuentro de sopetón un hermoso tramvia (en castellano tranvía). Está prácticamente vació y las dos chicas que hay en su interior parecen dos hermosos peces dentro de un acuario modernista. Tu abuelo o algún pariente tuyo mató a Gaudí, le digo mientras me adelanta. Intento ponerme a su altura, patino con todas mis fuerzas pero al entrar en la calle Wellington el suelo está empedrado. Intento mantener el equilibrio pero voy demasiado deprisa y comienzo a patinar en trompicones. Me acerco demasiado al tranvía. Con tal de no empotrarme con el descendiente de un asesino me agarro instintivamente a lo primero que tengo a mano y consigo, cayéndome, frenarme en seco. Me he quedado tirado en medio de, según mi amigo Félix, la mejor calle de Barcelona. “Es una pasada de calle, tienes el zoo detrás del muro y el mar a diez metros”, me repetía constantemente. He llegado a la playa, dejo los patines y el espejo retrovisor en la arena y me siento en la orilla, esperando el atardecer.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

ÁNIMA DESANIMADA. Francisco M. Aguado Blanco

El mensaje me lo envió entre los pliegues de una falda gris marengo. La sonrisa jovial, habría de buscarla yo tras la tela a la que me habría de rendir. No magnifico mi amor hacia ella. Con tranquilidad debí beber sus mensajes como si no hubiese otra verdad. La única verdad es la que ella quiso darme entre las tablas de su inestable realidad (su alma, en realidad, era pura irrealidad.) ¡Esta vida mía es un manojo de llaves sin puerta! Vivo cada día en torno a su amor, que no llegará nunca a estar a ras de mi propio barro. Nunca supe vadear. Pero tu definición de las cosas me hizo reverdecer. Verdín soy en tu claridad. En tu Sur no puedo vivir. La libertad me ha sido extraída de mis encías del cielo de tu paladar. Cada día es una apasionada y dulce exageración de la fiebre de mi amor por tu porvenir, tan ignorante de mí.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Encuentro en Sobrarbe. Mayo '06

De izquierda a derecha: Mayo, Santiago, Alimor, Mamen, PHI, Dulce y Ana. Delante y "doblados": Lola, Ariadna y Joaquín.

viernes, mayo 12, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

A propósito de Joyce Vincent. Juan Rojo.

I. ¿De qué puede morir una mujer de cuarenta años? ¿Consigue detenerse al borde del precipicio pero el vacío la absorbe? ¿Escapa y la libertad le bloquea el corazón? ¿Puede formar el pasado bolitas de culpa que atoren arterias? ¿Es más fuerte la soledad que la humillación? ¿Se puede alcanzar la serenidad sin morir? ¿Dónde vivimos que, por muy fuerte que pisemos, no levantamos ni una mota de polvo? "¿Cuántas veces puede volver la cabeza el hombre y fingir que no ve?" Como las olas del mar, las preguntas se van sin pedir nada, pero vuelven una y otra vez. II. Llega cansada de trabajar y cierra la puerta de la que sólo ella tiene llave. La mira brillar en la palma de la mano y la deja en la bandejita de mimbre de la consola. El agua de la ducha le traspasa la piel y le disuelve la hiel, el miedo y las lágrimas enquistadas. Sale empapada, escurriendo. Sube la calefacción para poder secarse al aire, frente al espejo, de pie con las manos en la nuca, mirándose, descubriéndose. Todos los poros se erizan, pero poco a poco se van alisando, no hay prisa ni pudores forzados. III. Compone el árbol sintético de Navidad estirando uno a uno sus remedos de ramas. Pone encima de la mesa los rollos de papel de charol rojo y verde junto con las cintas que acaba de comprar, el celofán y las tijeras. Enciende la televisión para ahogar los ruidos de la escalera, se parecen demasiado a los que dejó al otro lado de la vida. Envuelve los regalos despacito: éste del derecho con pliegues laterales cerrados con una solapita, aquél al bies con terminación diagonal donde pegar la florecita dorada... Los ata con una cinta brillante roja para los azules y amarilla para los verdes. Raspa las puntas con la hoja de las tijeras para que de los lazos salgan tirabuzones. Nadie le dice que eso son tonterías, ni que ponga la cena, ni que está gorda. Escribe nombres con rotulador dorado en los paquetes y los coloca cuidadosamente ante sí. IV.
Se recuesta en el sofá a morir, poco a poco, no hay prisa, no hay nadie.
Este relato surgió de la siguiente noticia: Una mujer de 40 años que llevaba dos años muerta en el interior de su casa ha sido descubierta por su casero, que estaba extrañado por el retraso de los pagos del alquiler. Junto a la mujer se encontró unas bolsas con regalos navideños y el televisor encendido. La mujer londinense murió en la más absoluta soledad viendo la televisión, y nadie la ha echado de menos en los dos últimos años.

jueves, mayo 11, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Don Quijote de la Mancha

lunes, mayo 08, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

4C08. Manuel Navarro Seva

Al subir a la cuarta planta, me he dado cuenta de que las paredes metálicas del ascensor han sido rayadas ya por los vándalos urbanos.Los pasillos son amplios y luminosos. Hay un jardín en el patio interior. Por aquí. Luego de entrar a la 4C08 y darle un beso, me he sentado en el sillón abatible de escay blanco que hay junto a la cama. La habitación es nueva, limpia, pero tiene ese olor propio a desinfectante de los hospitales. Ella está esperando tendida en la cama. Cuanto antes se lo hagan, he pensado, mucho mejor porque así dejará de cavilar si la van a dormir, si el corte será alrededor de la areola o más arriba, si se notará luego. Le he preguntado si le habían dicho qué tipo de anestesia le iban a poner, y me ha contestado, algo irritada, creo yo, que no lo sabía (puede que ya se lo haya preguntado antes). La mujer que hay en la otra cama (la 4C07) espera que le den el alta pronto, quizá hoy mismo. Hay un gran ramo de flores en la repisa. Le han quitado el útero y los ovarios. Acaba de llegar su hermana, se ha sentado junto a ella y hablan como si estuvieran solas en la habitación. Me molesta, pero qué puedo hacer. Abro el libro que he comprado ayer. Llevo leídas unas líneas cuando viene la celadora con un papel en la mano. Cierro el libro, me levanto del sillón. “Marta”, dice la celadora, “te vienes conmigo”. Y ella se deja llevar en la cama como si su cuerpo ya no le perteneciera. Veo una brizna de miedo en sus ojos. Trato de animarla, “todo irá bien”, le doy un beso. Y mientras desaparece, recuerdo cuando en agosto le dijo a su madre que tenía un bulto en el pecho. ¡Joder, cómo es posible, es tan joven! Hubo que pedir favores para que le hicieran pronto las pruebas. “Parece que no es maligno”, dijo la especialista, “pero habrá que esperar a la biopsia para estar seguros”. Eso nos tranquilizó a su madre y a mí y pudimos terminar las vacaciones sin pensar demasiado en ello.La mujer de la 4C07 está comiendo y nosotros nos vamos a la sala de espera. Hablamos, ahora no recuerdo de qué, como si no estuviera pasando nada. Fingimos que ninguno de nosotros está preocupado. No hay demasiada gente en este hospital de pasillos largos, suelos de mármol, paredes de madera blanca, aluminio, cristaleras. Hace ya más de dos horas…Por qué tardarán tanto... Puedes entrar o salir cuando quieras sin que nadie te interrogue o te pida una tarjeta… Qué estarán haciendo. Seguro que la habrán dormido… Cuánto tardarán en reanimarla… Voy a preguntar… No saben nada, dicen que el doctor vendrá a hablar con los familiares cuando haya terminado… Creo que es aquella cama que traen… ¡Sí, es ella!, y está despierta. Todo ha ido bien, como suele ocurrir. “Hoy tendrá que quedarse, pero seguramente podrá marcharse mañana”, dice la enfermera. Gracias. Sí, ya es dueña de su cuerpo otra vez, mañana podrá volver a soñar, a vivir…La mujer joven que ocupa ahora la 4C07 ha tenido un aborto y está llorando. Pero los árboles que hay en el jardín interior están en flor.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

PREPARAOS, LISTOS…Por Beatriz.

Se burlan porque estoy cojo, para qué me presento a una carrera de obstáculos si esto no es una fábula. Ellos treparán como ratas, están más entrenados, pero yo tengo mala leche, y veremos quién gana. Empapelados en euros de color negro, me llaman pirata por cegarme a aguardiente mientras borran sus huellas de las transacciones tramposas. Y yo con mi hipoteca más pesada que mi caparazón. Sobre un reguero de expectativas plantadas, arrastrando mi pata de palo, mi mala pata, esta mugre de carcoma. A trompicones los veo alejarse en cuatro por cuatro dieciséis válvulas de escape de hedor. Pero veo la meta. Es una línea delgada, que separa vuestra soberbia de mi mala hostia. Ya llego, céntimo a céntimo brotando del sudor de mis sobacos. Ya llego, atisbo el día treinta y uno. Capullos de élite, os habéis entretenido demasiado con los ladrillos. Aquí estoy.
Llegué a fin de mes.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Día de la madre, negocio padre.

Día de la madre. Posted by Picasa

sábado, mayo 06, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Perfume absoluto. Juan Rojo.

20.04.06 - EP3. Temática: Cuéntame un cuento
El pelo le olía a paraguas mojado macerado en paragüero durante más de dos horas; los pies a una mezcla de gas butano y huevos podridos; la entrepierna a amoniaco con unas gotas de vinagre y unas ralladuras de queso con moho; los sobacos a sopa de cocido de tres días con más amoniaco; y el aliento a café con azúcar y leche fermentada con un chorrito de coñac. Y desde el bajo al décimo fui el forzado oledor de toda esa sinfonía pestilente dirigida por su batuta mágica invisible, que agitaba mientras me contaba lo bien que se sentía porque la ropa no le olía a tabaco desde que estaba prohibido fumar en la oficina.

viernes, mayo 05, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

EL VENTILADOR, MÁQUINA... (el título debe leerse como si lo cantara Gato Perez)

Hará unos siete años que compré mi primer ordenador. Un ordenador que ya no tengo. Escribí mis primeros relatos con él. Si no lo hubiera comprado quizá no hubiera empezado a escribir nunca; soy muy caótico cuando escribo (o soy muy caótico a secas) y odio mi caligrafía desgarbada (no solo la odio yo; todo el que la contempla la odia, y no pretendo ahora dar pena: es así como sucede: la miran y la odian), como la de un niño que no acabara nunca de crecer. Con aquel ordenador conseguí superar, dentro de lo razonable, mi anarquía (por llamarla de una forma poética) personal. Un día, uno de los ventiladores que debían enfriar su mecanismo, comenzó a dar problemas. Nada más conectarlo, el ordenador sonaba como una máquina de afeitar eléctrica, pero mucho más fuerte que esos aparatos, que no escucho desde que dejé la casa de mis padres. Gracias a Dios solo lo hacía cuando la conectaba. Poco a poco el ruido iba ganando volumen y después, de pronto, desaparecía; como si el ventilador hubiera conseguido por fin volver a girar con normalidad, o como si después de intentarlo, hubiera perdido definitivamente la batalla y se hubiera parado hasta la siguiente ocasión en que necesitara ponerlo en marcha. Con el tiempo el ruido fue en aumento, casi vibraba toda la carcasa (quizá tampoco era para tanto, quizá exagere, quizá no debiera poner tantos paréntesis en este texto: digresiones que acabarán haciendo perder el hilo hasta a los mejores lectores. Quizá). Hasta que descubrí que con un manotazo seco, el ventilador abandonaba la lucha o volvía a funcionar, no sé, pero dejaba de sonar mucho más fuerte que una maquinilla de afeitar eléctrica, como la que tenía mi padre. Con el tiempo me cansé de golpearlo, o tuve miedo de acabar de romperlo, y descubrí que poniéndole un libro encima (un libro de peso), dejaba de quejarse. Comencé con el Aristos que siempre tengo a mano. Y durante un par de semanas, el ordenador dejó de bramar, hasta parecía curado por completo. Pero si alguna vez cogía aquel diccionario para buscar el significado de una palabra, y se me olvidaba colocarlo luego sobre él, bastaba con apretar el botón de encendido para que este reclamara su libro con violencia. Un día, llevado por mi imaginación, al igual que mi letra, infantil, decidí quitar el Aristos de allí y poner en su lugar uno de los tomos del María Moliner. El experimento era sencillo (tampoco se le puede pedir gran cosa a una imaginación infantil), se trataba de comprobar si el ordenador tenía alguna preferencia por el Aristos. Por lógica, se suponía que era el peso del libro el que hacía que la chapa de la carcasa presionara en alguna parte y acabara con el ruido. Siendo así, el María Moliner debería ser más efectivo que el Aristos, pues su peso triplica al del primero. Así pues, cambié los diccionarios, puse el ordenador en marcha, y este comenzó a berrear todavía más fuerte que una máquina de afeitar eléctrica (que la máquina de afeitar eléctrica de mi padre, que una vez me pellizcó y nunca volví a usar). Aquel empirismo pazguato (Pazguato. Diccionario Aristos ilustrado, página 454; justo arriba de la palabra “pazo”, lo que me trae a la memoria el viaje que hice con mi mujer hace muchos años a Galicia, pero que nada tiene que ver con la historia actual) me llevó a la conclusión, posiblemente equivocada pero romántica (que hermoso fue aquel viaje), o al menos atractiva, de que mi ordenador tenía más querencia por unos libros que por otros. No sé que criterio debía seguir, puesto que tan bueno, sino mejor, es el María Moliner que el Aristos, pero el caso es que a mi también me ha gustado siempre más este último. De este modo, y para llevar un poco más allá mi romántico, infantil, pazguato e interesante experimento, decidí probar diferentes libros que tenía en los anaqueles de mi librería. Rugió mucho con “Jazz y días de lluvia”, de Antonio Martinez Sarrión, y aun más con “El palacio de la luna”, de Paul Aster, también rugió con “La sonrisa etrusca”, de José Luís Sampedro, y con casi todos los de Borges, del que estoy seguro que es un genio que siempre se me ha atragantado. Sin embargo con el leve peso de “Pedro Páramo”, el ventilador, o lo que fuera que provocaba el ruido, dejó de sonar, y también bajó mucho el sonido con “La invención de la soledad”, de Auster, y con “La noche del Oráculo”, del mismo autor, con “Sostiene Pereira” de Tabucchi y con “La tregua” de Mario Benedetti (apenas cien gramos de hojas, o menos, apagando aquel ruido infernal). Cuando le puse un libro de Roberto Bolaño encima, el ordenador intentó callarse hasta un límite como nunca se han callado ni siquiera los ordenadores más modernos y silenciosos, creo que hasta los demás ventiladores se solidarizaron con el enfermo (o velaron la belleza de las palabras que se intuían a través de la chapa y de las tapas de los libros). A partir de entonces dejé de leer las reseñas literarias en los periódicos y en las revistas especializadas, y de ver los escasos programas de televisión literarios, y los de la radio también. En lugar de eso me iba a una biblioteca cercana, sacaba cuatro o cinco ejemplares y los llevaba a mi casa para que el ordenador eligiera los que me interesaban. Al día siguiente devolvía los libros (ante la mirada perpleja, desconfiada, insidiosa de la bibliotecaria, que no acababa de entender que estaba tramando), y compraba en la librería el libro que mi ordenador me recomendaba (no puedo abandonar los libros que me gustan, necesito tenerlos siempre cerca, no entiendo las bibliotecas). Nunca fallaba. Y aquella pequeña ayuda me hizo la vida un poquito más feliz (feliz es una palabra peligrosa... Y falsa... Yo fui feliz en aquel viaje a Galicia... Teníamos poco más de veinte años y no habíamos volado gran cosa hasta entonces... Es una palabra muy peligrosa). Hasta que un día se me ocurrió pensar que ocurriría si ponía sobre aquella carcasa los relatos que yo había escrito. ¿Sería capaz también aquel cajón metálico y ruidoso de seleccionar entre mis propios relatos? Busqué unos cuantos a los que les tenía bastante aprecio, y fui poniéndolos sobre él. El ordenador calló en los cinco primeros, pero en el sexto, un relato de infancia que yo apreciaba casi más que ningún otro, en el que mi abuelo me pillaba fumando un cigarrillo, y en lugar de gritarme, él, que también lo tenía prohibido, por cosas de los bronquios, sacaba un paquete de rubio y me ofrecía uno de aquellos que eran más suaves (toma estos, dijo, son más suaves), y nos convertíamos en cómplices. En aquel relato, decía, el ordenador se puso a gruñir como un energúmeno. Lo intenté varias veces y todas gruñó, así que acabé por convencerme de que no le gustaba mi relato. Justo en aquellos días, andaba terminando yo otro cuento (un cuento caótico como éste, como todos mis cuentos) en el que había invertido cerca de tres meses y mucho esfuerzo. Y entonces, por primera vez desde que comenzara esta especie de juego en el que andaba metido, sentí miedo. Pensé en que ocurriría si al ordenador no le gustaba lo que había escrito, si se ponía a gruñir como la asquerosa máquina de afeitar que daba pellizcos en los labios de los adolescentes que se intentaba afeitar por primera vez con la cara llena de granos. Después pensé que la cosa tampoco era tan grave; en el caso de que gruñera siempre podía buscar un nuevo final para mi cuento, o cambiar alguna frase incorrecta hasta que la máquina dejara de quejarse; escribir adecuándome a lo que ella esperaba de mí, escribir teniéndola en cuenta, escribir hasta agradarle, y buscarlo de todas las formas posibles, buscar su silencio a través de los laberinto en el que se perdían mis caóticas historias. Cogí los folios y los puse sobre el ordenador (siempre he preferido la palabra computadora para referirme al ordenador. Supongo que porque es femenina, no sé. Pero nunca la he usado). Acerqué el dedo y oprimí el botón de encendido (la primera vez que vi una computadora fue en Valladolid, mientras hacía la mili. El capitán se había comprado una y la trajo a la Farmacia Militar para enseñárnosla. Cientos de palabras verdosas corriendo hacia abajo sobre una pantalla negra. O no eran verdosas. Y todos mirábamos absortos sin entender nada. Ahora me parece romántico –como aquel viaje hicimos al Norte, como las primeras veces que hacíamos todas las cosas-. Pero entonces me dio terror; parecía intuir que aquella pantalla negra lo acabaría cambiando todo... Unos años después volvería con ella a aquel mismo lugar, a aquella misma ciudad en la que aprendía a leer literatura disfrazado de soldado, se cortaría el pelo por primera vez, y por primera vez veríamos el atlántico, y nos quedaríamos absortos frente a sus enormes mareas. Y también por primera vez compraríamos un paraguas de muchos colores, y caminaríamos cogidos bajo la lluvia. Lejos, muy lejos de todas partes.)
-FIN- Pepe Lillo.

miércoles, mayo 03, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

¡Tonta, tonta, tonta! por Godiva

El día anterior al concurso de modelado en plastilina que organizaba el Corte Inglés, mi hermana y yo pasamos varias horas ensayando la figurita que tendríamos que hacer luego in situ con sólo tres colores, ya que ese era el reto. Yo diseñé el muñeco de las dos. Un pequeño Charlot sería el mío y un camarero con tripa, bandeja y pajarita, el suyo. La manitas de toda la vida era yo, ella no tenía ni idea de modelado ni de nada. Además era más pequeña, más torpe y más ignorante. Cuando al terminar la prueba dijeron por megafonía su nombre de ganadora, yo me puse en pie convencida de que era un error, pero enseguida mencionaron al asqueroso camarero con barriga confirmando mis temores. Más colorada que un pimiento morrón, improvisé una falsa serenidad que evitó que estrangulara a mi hermana allí mismo. Incluso creo que aplaudí sonriendo cuando subió a recoger el premio; un inmenso maletín con material de dibujo, tres pisos llenos de arcoiris de diferente tamaño y textura que ella apretó bien fuerte bajo el brazo al notar mi codiciosa mirada. Después, con el jaleo de los premios, nadie se enteró de que en la soledad del cuarto de baño (que, por cierto, no tenía papel higiénico) yo me estaba ahogando en un mar de lágrimas.Ese día aprendí que no basta con la habilidad y el talento, que la suerte también importa, y que tal vez las dos coletitas de mi hermana y sus enormes ojos verdes daban más juego que mi habilidad manual, mi pelo lacio y mis patas de alambre.El siguiente concurso fue de redacción para el Día de la Madre. Esta vez no participaba mi hermana. Los colegios seleccionaban las mejores (la mía se coló entre ellas) y los premios finales se entregaban el primer domingo de mayo en un gran polideportivo. Sentada entre mi madre y mi hermana, me sudaba todo. Tenía la espalda empapada, las manos chorreando, la ropa interior para escurrir. Estaba convencida de que me iba a desmayar cuando dijeran mi nombre y tuviera que bajar al centro de la pista, en medio de una gran escenografía rebosante de regalos, a recoger el mío. A los primeros premios les dejaban escoger. Recé para no ser de los primeros. Cuando oí mi nombre me puse en pie malamente y al notar sobre mí el chorro del cañón de luz tuve que agarrarme al vacío para no tropezar. Bajé las gradas entre aplausos, medio ciega, más pequeña que una quisquilla, y conseguí llegar hasta donde unos cuantos niños de mi edad, muy repeinaditos todos, peleaban discretamente por su regalo. Había paquetes verdaderamente deslumbrantes, más grandes que yo. Hasta bicicletas había. Mucho lazo y mucho celofán. En un arrebato de lucidez pensé que no era cuestión de abusar, que pelearse era muy feo y que bastante mal trago era ya para mí que todo el mundo estuviera notando mis sudores como para encima parecer avariciosa. Así pues escogí una discreta cestita-bolso de mimbre con cara de mulata que tenía dentro caramelos, y muy aliviada regresé rápidamente a la acogedora oscuridad de las gradas. Nunca se me olvidará la mirada de lástima con que me recibió mi madre. Ni lo que dijo mi hermana:-¡Eres tonta de remate!Y de este modo fue como me di cuenta de que, además de contar con habilidad y suerte, uno ha de andar espabilado porque a esta señora la pintan calva, no se prodiga mucho y corre que se las pela. Así que ahora que soy algo más lista, cada vez que la veo pasar le hago unos placajes de rugby que la dejo seca.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

CRISTINA ROSENVINGE.“CONTINENTAL 62“ Por Carlos Carrión.

Son muy pocos los artistas en España que después de más de veinte años de carrera pueden presumir de tener más presente que pasado. El ejemplo más claro (¿el único?) lo encontramos en Cristina Rosenvinge. El malpensado siempre podrá alegar que en su caso eso no tiene demasiado mérito, pero lo cierto es que después del delicioso “Foreing Land” y de este no menos estupendo “Continental 62”, aquellos años en los basurales del Mainstream nacional se han diluido por completo, así como la sospecha de oportunismo que todavía la perseguía cuando decidió cambiar su discurso apoyándose en las manos sabias de los neoyorkinos Sonic Youth (paradigma durante muchos años de grupo neoyorkino y cool). Otro motivo para el escepticismo parecía ser su relación con Ray Loriga, un tipo que, basicamente, despierta (¿todavía?) recelo. Su nuevo disco mantiene en parte las coordenadas de“Foreing Land“. Permanece el influjo de Lou Reed (y de Nico) y las canciones adoptan otra vez un aspecto lánguido y melancólico pero acentuando esta vez un trasfondo perturbador, como de mezcla de dulzura con noches en vela de sabor a nicotina (ahí está “Jelly” donde se apropia del registro vocal aniñado de Stina Nordestam con fondo musical de club de jazz de cine negro). Además plasma su declarada filia por el pop francés y la Brasil de Caetano Veloso y Astrud Gilberto (estupendo el single “A liar to love”) e incluye tres excelentes canciones en castellano. En un concierto reciente Cristina explicaba que las teclas negras de un piano nunca van juntas una con otra (las blancas sí pueden) y su sonido revela que son tímidas, asustadizas, extrañas. Las blancas, en cambio, avasallan, muestran su orgullo e incluso su soberbia. Y en la canción “Teclas negras” canta que a los catorce años “era la hermana loca de Gregorio Samsa/ sólo salía los martes a clase de danza”. Por su parte “Quien me querrá” parece por un momento el reverso dubitativo y temeroso del “Eu sei que vou te amar” y Tok-tok, la más intensa del disco (“se puede renacer sólo tras la humillación”, dice) podría haberla firmado Nacho Vegas e incluso el mismo Nick Cave. En definitiva, Cristina Rosenvinge se consolida como una estupenda autora de canciones, alejándose de la industria oficial pero asegurándose un buen lugar en el recuerdo de esos aficionados que escuchan la misma música que a ella le gusta escuchar.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

VASHTI BUNYAN: “JUST ANOTHER DIAMOND DAY” . Por Carlos Carrión.

“Just Another Diamond Day” viene envuelto en un tono bucólico-pastoril típico de algunos cantautores de aquellos años hippies. Sin embargo el factor diferencial reside en la voz de su autora, una voz que parece estar exenta de delimitaciones espaciales y/o temporales y que acaba hechizando sin apenas esfuerzo en canciones deliciosas. No todos los días se encuentra uno con melodías tan dulces y misteriosas como las de “Diamond Day”, “Lily Pond” “Glory Worms”, “Winter is Blue“, “Love song” y, “I'd Like To Walk Around In Your Mind (mi favorita). Vashti Bunyan parece querer musicar un paseo por el campo a primera hora de la mañana en un en un disco por el cual fluye esa sensación de inocencia, de libertad ingenua que más de treinta años después ha servido de inspiración a una nueva generación de artistas (Devendra Banhart, Cocorosie , Joanna Newson). “Lookaftering“, de 2005, es la continuación de aquel disco publicado en 1970. Con una producción de orfebre a cargo de Max Richter (qué maravilla de arreglos), Vasthi Bunyan ensombrece ligeramente sus canciones para hacerlas más seductoras todavía. Si “Just Another Diamond Days” era como un canto a primera hora de una mañana reluciente, este suena a recogimiento nocturno, a último canto antes de irse a dormir. Tenue y misteriosa, intimista y acogedora, la música de Vashti Bunyan parece tan frágil como la llama de una vela y finalmente acaba convirtiéndose en ese espacio preciso iluminado por la vela. Porque lo cierto es que gracias a las once canciones de “Lookaftering”, uno puede decir con total seguridad que 35 años después, el hechizo no sólo ha permanecido intacto sino que ha aumentado. Y el punto de encuentro entre Animal Collective y Vasthi Bunyan lo hallamos en el E.P “Prospect Hummer”. Cinco canciones en las que los neoyorkinos se llevan a su musa de paseo por la luna en un trayecto plácido y ensoñador. Una debilidad personal: la canción que lo cierra, “I Remember Learning How To Dive”.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

ANIMAL COLLECTIVE: “FEELS”. Por Carlos Carrión Guardia.

Aún sin un acabado tan perfecto como el de los trabajos de Kayne West o Sufjan Stevens, “Feels“ (fat cat-pias spaín), séptimo lanzamiento de los norteamericanos Animal Collective, fue el disco que más me entusiasmo en 2005. Enfrentarse a él es como entrar en un parque de atracciones donde las norias giran del revés, los hijos regañan a sus padres y las brujas del pasaje del terror te ofrecen algodón de azúcar. Una montaña rusa donde viajan cogidos de la mano el pop, la psicodélia, un folk de origen no identificado y el primitivismo.
Personalmente, les juré amor eterno con “Grass” y su estribillo de frenopático, pero por si no fuera suficiente ahí están “Lonch Raven”, hipnótica conjunción de psicodélia y electrónica minimal; la sinuosa progresión de “Banshe beat”; el pop circense de “Turn into Something”;“Did you see the words”, donde nos recuerdan lo buenos que fueron Mercury Rev en su día; “The Bees”, o como viajar a la luna con un sonido de arpa. Lo original en Animal Collective no es su sonido (aquí hay pistas que conducen a Brian Wilson, al Syd Barret que lideraba a Pink Floyd o a esa maraña sonora que tejieron Can y otros grupos de rock alemán de los 70) sino esa mezcla de singularidad, naturalidad e insolencia con la que lo moldean. Seguro que a Lewis Caroll le hubieran encantado. Avey Tare, miembro del Colectivo Animal, es uno de esos artistas que quedó hechizado al descubrir la música de Vashti Bunyan (un selecto club en el que podemos encontrar a miembros de Cocteau Twins, Piano Magic y, especialmente, a Devendra Banhart) . “Just another Diamond Days”, es una pequeña joya de folk mediaval prácticamente oculta durante treinta años, el tiempo que ha sido necesario para que renazca en el panorama independiente norteamericano el interés por los sonidos folk de inspiración más o menos hippie y psicodélica, a la manera de, por ejemplo, The Incredible String Band.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

RELAMENTOS Y ORDENAZAS. Francisco M. Aguado Blanco

Cuando llegué a Afganistán me recibió el sargento soltando el discurso que escucho desde que entré en el Ejército: "Aquí a las mujeres las tratamos como iguales porque así nos lo imponen las reglas y ordenanzas. Pero eso va a ser así tanto para lo bueno como para lo malo y bla, bla, bla..." Añadió como algo de cosecha propia que el hecho de estar en zona de combate potencial le hacía desde ese preciso instante suponer, que nos habían crecido, a la par que la intensidad de su soflama, los cojones. ¡Vaya un tarado!-pensé. En fin, hay días en que una no está para nada. Nos instalamos en el barracón. Apenas deshecho el petate, se presentó el oficial, un teniente jovencísimo recién destetado de la Academia que me pareció más cagado que el sargento, con más labia pero con un discurso igual de evocador que el de su inferior. Nos comunicaba que partíamos en misión. El sargento, como queriendo imponer su autoridad y en cuanto salió el teniente, nos dijo con voz de perro que llevásemos "sólo y repito sólo” lo imprescindible. Luego que si a formar, que si un capitán, que si un comandante. Vehículos blindados BPR en los que nos metimos como sardinas y ahí estábamos. Calladitos, bromeando. Bromeando, calladitos, camino de turbantes armados. Como a media hora de marcha, una explosión. Orden de salir del BPR en despliegue táctico de defensa. Disparos. Más disparos. Órdenes confusas, de pánico por aquí y de mucha entrega por Alá. El teniente me pillaba cerca. Estaba protegido tras una roca. Me miró con ojos de loco como si quisiera que trasmitiese una orden al sargento-cabrón. No le dio tiempo. El poco de cabeza que le salía de la roca fue el que volaron de un certero disparo derramando sus sesos en un radio bien amplio por una tierra árida que se los tragó como papel secante. El sargento, desprovisto con las prisas de mortero y granadas, me pidió una para acoplar a su CETME. Eché mano a mi mochila y sin más lancé al aire del atardecer en perfecta parábola hacia su posición una docena de inmaculados y blancos TAMPAX. Su cara fue todo un poema. Me encogí de hombros sonriendo a la ingenua. "Usted dijo lo imprescindible"-le solté a gritos para hacerme entender entre tanto tiro. Un soldado sanitario y yo. No quedó nadie más. “Mi cabo”-me dijo en el helicóptero que nos evacuaba a zona segura “estese usted serena pero lleva la pernera del pantalón empapada. Por la entrepierna le sale un mar de sangre. No se mueva.” Nota.- En el título puse ordenazas donde debió decir ordenanzas. Pero lo he mantenido ahora porque en realidad suena a lo que hace el sargento.)