Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

viernes, abril 28, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Desaparecidos. Juan Rojo.

La propuesta de IU aprobada ayer en el Parlamento me ha recordado este relato que tenía en el cajón que, por cierto, nació del árbol de las cartas de este foro.

La fría aurora castellana nos helaba los huesos. Yo miraba a mi padre mientras se subía las solapas del abrigo. Su serio rostro quedó casi escondido, pero el brillo esperanzado de sus ojos lo iluminaba. Todos los reunidos allí guardábamos un silencio sólido, apuntando el vapor de nuestros alientos hacia los seis operarios del ministerio que cavaban junto a un imponente olmo. Posiblemente mi abuelo esté ahí. Así lo indicaban todos los indicios recolectados por muchos de los familiares. Mi padre no llegó a verlo, pero sí lo conocía a través del recuerdo vivo que mi abuela se encargó de mantener. Llevaba años luchando por encontrarlo, hasta que milagrosamente conoció a Manuel sin cuyo testimonio nunca lo hubiera logrado. Manuel era vecino del pueblo y fue testigo del fusilamiento a los nueve años. Cuando cuenta la historia un pudor antiguo le hace mirar al suelo, porque siempre se le empañan los ojos. Él jugaba al atardecer en las ramas del olmo, junto a la casa en cuyo sótano, que hacía las veces de calabozo, estaban los presos. Al pie estaba su amigo "el Rubio" que le alertó de que alguien se acercaba: "Quédate ahí quieto que yo voy a esconderme". Por el camino venía un grupo de militares con camisa azul falangista, cuatro hombres armados de fusil y delante de ellos un sargento con pistola. Se detuvieron frente a la casa y el sargento gritó llamando al cabo de guardia. Cuando éste salió le dio órdenes de que sacara a los presos. Desde el árbol Manuel vio al Rubio alejándose corriendo por el sendero de detrás de la casa. Subió un par de ramas más alto. Los presos salieron harapientos, magullados con las manos y pies atados. Eran ocho y apenas se tenían de pie. El sargento les gritó que ya era hora de que trabajasen, que eran unos vagos y que iban a cavar para hacer un pozo. Les condujo hasta debajo del olmo y mandó al cabo de guardia que trajera picos y palas, y a uno de los soldados que les desatara las manos mientras los demás les apuntaban con sus fusiles. El preso alto con gafas tenía las manos atadas con un pañuelo verde: "¿Puedo quedármelo?" pidió. El soldado no se lo negó y el preso se lo guardó después de doblarlo con cuidado en un bolsillo. Estuvieron cavando alrededor de una hora cuando, el sargento, que había estado en la casa, volvió y dijo que ya bastaba. Les quitaron las herramientas y les ordenaron que se pusieran en fila al borde de la zanja que habían abierto para volver a atarles las manos. Así lo hicieron. Les mandó que dieran media vuelta y pusieran las manos atrás. Mediante gestos les indicó a los cuatro soldados y al cabo que cargasen y apuntasen. Él mismo empuñó su pistola y gritó “¡Fuego!”. Cuatro de las presos cayeron a plomo cosidos a balazos. “¡Fuego a discreción!”. Los otros cuatro fueron cayendo uno a uno. “¡Alto!”. En la copa Manuel tuvo que morder una rama para no gritar de terror. Notó que había mojado los pantalones. Desde arriba veía los cuerpos de los presos. Algunos se movían y se oían quejidos. El de gafas con tres heridas sangrándole en el pecho sacó del bolsillo superior de la chaqueta una cajita metálica y la apretó fuerte entre las manos. Miró hacia arriba y sus ojos se cruzaron con los de Manuel. Los soldados se acercaron y, siguiendo órdenes del sargento, fueron rematándolos. Luego los enterraron con la tierra que sus ellos mismos habían extraído. Se acercaron a la casa y la prendieron fuego. Manuel esperó a que estuvieran lejos para bajar. Las piernas no le respondían así que tuvo que colgarse de las manos y dejarse caer justo encima de la tierra removida. Llegado a este punto final de la historia Manuel saca su pañuelo y se suena recordando que gracias a que la tierra estaba blanda no se rompió una pierna. Mi padre estaba convencido de que el preso de gafas y pañuelo verde era mi abuelo. Tenía toda la información apuntada al dictado de mi abuela en un cuadernito azul. -- ¡Aquí hay algo! Los dos antropólogos se agacharon para examinar lo encontrado. Conversaron entre ellos y decidieron acotar una zona de unos diez metros de diámetro. Nos indicaron que les llevaría como mínimo todo el día. Todos los familiares nos apartamos un poco y nos pusimos al abrigo de los dos muros en pie de las ruinas de la casa a unos cincuenta metros. Al cabo de unas horas nos llamaron. Entonces pudimos ver los restos de ocho cuerpos. "Habrá que recurrir al ADN para verificar la identidad de cada uno." Nos dijo el jefe de la excavación. "¡Un momento!", nos gritó uno de los antropólogos cuando ya nos alejábamos. Nos dijo que había encontrado una caja metálica, que parecía una funda de gafas, entre las manos de uno de los cadáveres. Miré a mi padre. Se había quedado pálido. “Sí. Mi abuelo llevaba gafas.” Respondí por él. La búsqueda había terminado. La funda de gafas era como la describía mi abuela. Se la di a mi padre que tuvo que sentarse para cogerla. Le abracé y nos quedamos durante unos segundos mirándola sin atrevernos a abrirla. La abrí y nos sorprendió ver un papel doblado milagrosamente bien conservado. Desde entonces lo he leído cientos de veces.
"La lluvia de este maldito otoño no cesa. Sé que al atardecer vendrán por mí, pero no tengo miedo. ¡Qué ironía! Me ataron las muñecas con el pañuelo que me regalaste por San Juan el año pasado. En este sótano húmedo y frío me siento como un náufrago... El alivio de verte partir hacia una zona segura con nuestro hijo en tus entrañas me ha dejado sin fuerzas. Esta noche todo se acabará, pero mirando al enorme árbol tras las rejas, el alma se me duerme como al son de una nana.
Duerme hijo mío que el sol se escapa. Duerme mi cielo que la luna te tapa. Adiós amor mío.
Blog & Roll

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)


Un foro muerto, a la deriva. Posted by Picasa

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

EL GRANO DE ARENA . Pepe Lillo.

Un día, hará de eso un par años, comencé a ir al cine, o mejor, volví a ir (a huir) al cine. Me había pasado una época de mi vida prácticamente alejado de él, entrando solo a ver, muy de vez en cuando, alguna película infantil con mi mujer y mis hijos, echándolo desesperadamente de menos. Así que decidí que a partir de ese día (en el que debió ocurrir algo que no recuerdo, algo que me dio el impulso que necesitaba) me reencontraría con toda la asiduidad que pudiera con las salas oscuras. También entonces, quizá por idénticos y poco definidos motivos, comencé a leer desmesuradamente. Desde la perspectiva que da el tiempo, solo me resta decir que he encontrado más vida dentro de las películas y de los libros que en la vida misma (quizá esta última frase sea el camino principal que debería seguir mi discurso, pero esta vez no será el camino el que me lleve: no es por ahí por donde voy a ir, o talvez sí). No recuerdo cual fue la primera película a la que asistí en mi nueva etapa de fugitivo tenebroso de la realidad, ni recuerdo porqué decidí que iría a verla, supongo que fue alguna crítica positiva que escuché en alguna radio, o que leí en alguna parte; una crítica que debió tocarme más de lo habitual. O acaso la estaba yo esperando, inconsciente de mi espera, cuando escuché aquella crítica que a lo mejor no fue una crítica, sino un cartel en un periódico, o el comentario de alguien en una parada de autobús. El caso es que a causa de mi mala memoria para los datos, no recuerdo cual fue el grano de arena que hizo que reiniciara mi vida salvaje e intrépida de espectador, de huésped habitual de las salas oscuras y de consumidor compulsivo de historias de papel. Ese grano de arena que acabó por sacarme de los abismos. Y ahora viene lo bueno. Después de mucho tiempo de haber recuperado el hábito, fui a ver la película “Capote”. Una semana más tarde me compraba en el Fnac dos novelas: “A sangre fría” (la novela del mismo Truman Capote sobre la que planeaba la película) y “Llamadas telefónicas” de Roberto Bolaño. A la salida la dependienta me dijo que por dos libros de bolsillo me regalaban un tercero a elegir entre tres. Uno: un libro de ensayos. Otro: uno de relatos de autores hispanos. Y el tercero: un libro de relatos de autores de habla inglesa, principalmente americanos). Elegí el libro de cuentos de escritores americanos. No sé porqué lo hice; en el otro estaba Millas, y Manuel Rivas, pero yo escogí un puñado de autores totalmente desconocidos para mí. He leído cuatro cuentos de ese libro. Terminé “Llamadas telefónicas” y “A sangre fría”, y corrí a comprar “El mal de Montano” (de Enrique Vila-Matas) para poder seguir viviendo y porque no le quedaba “El doctor Pasvento” (también de Vila-Matas) a la chica del Fnac que se agachaba en el suelo por donde yo ya había mirado antes, y me mostraba el final simétrico y partido de su espalda desnuda. “El Mal de Montano” me ha atrapado y enfermado, o me ha dicho lo que ya intuía, que cada vez me gusta más el cine y la literatura y menos la vida. Pero no es por eso por lo que he empezado hoy a escribir (ya lo dije, o quizá me equivoque y sí sea esa la causa). He empezado a escribir porque en la página 236 (aunque ya lo había hecho antes), Vila-Matas habla de John Cheever, un desconocido más para mí de los muchos desconocidos que menciona Vila-Matas en su libro. Sin embargo mi subconsciente me ha hecho una señal al leer el nombre de este desconocido. Un guiño que he captado enseguida: yo siempre atiendo a mi subconsciente; confío mucho más en él que en mí (entendiéndose ese mí como la parte más externa, racional, lógica y visible del yo que me constituye). He ido al libro de los desconocidos regalados, y he encontrado a John Cheever entre las páginas de dicho libro. Era el último de los relatos que había leído. Entonces, solo entonces, he leído lo que Vila-Matas citaba de él. “Cuando la autodestrucción entra en el corazón -dice Vila-Matas que dice Cheever-, al principio parece apenas un grano de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las 8.20 y llegas tarde para solicitar un aumento de crédito. El viejo amigo con el que vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado. Para recuperar cierta intencionalidad y belleza bebes demasiado en las reuniones, te propasas con la mujer de otro y acabas por cometer una tontería obscena y a la mañana siguiente desearías estar muerto. Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo, solo encuentras el grano de arena.” A modo de posdata. Leo para escribir, como impulso, como una forma de tomar carrerilla y adquirir la fuerza que se necesita para seguir por donde lo dejé la noche anterior. Vila-Matas no es un buen autor con el que encontrar la fuerza para seguir escribiendo con autodisciplina, porque con él nunca se sabe donde vas a aterrizar. Hoy, ha terminado quebrando mi disciplina y haciéndome escribir esto. Así tampoco llegaré nunca a ninguna parte. Los días están llenos de granos de arena de consecuencias desconocidas. Todavía quedan esperanzas.

jueves, abril 27, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)


George Hitler Bush. Nazido en US. Posted by Picasa

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Cap-i-cua. Ana Polar

Para Aguado, esta cinta de Möbius, por su "Siempre" Poeta perdido busca migas de pan que le lleven a casa. Casa podrida solicita urgentemente un trago del vodka más venenoso que encuentre para acabar con las ratas. Ratas que juegan con maderas y sonríen cuando ven que entra un aire cálido por la ventana. Ventanas que lloraban ayer, hoy suspiran torcidas y llaman por teléfono –para que las recoloque- al carpintero. Carpintero loco con sierra mecánica, busca víctima que desee serlo totalmente, sin posibilidad de utilizar el chantaje emocional como último recurso. Recurso literario flota en la casa como una pluma, subiendo, bajando, tropezándose con el final de aquel libro que su dueño no alcanzó a ver después de tirar de un manotazo las gafas y que le negó el éxito. Éxito inalcanzable enterrado bajo dos metros en el jardín busca desesperadamente margaritas que lo cubran, a ser posible que además tengan buena conversación. Conversaciones grabadas en la memoria que van y vienen hasta que en un golpe seco se transforman en gaseosas y se derriten sin desear nada. Nada repleta de palabras y silencios solicita mano que la mezca, preferiblemente, y si no es mucho pedir, de poeta.
Éxito inalcanzable enterrado bajo dos metros en el jardín busca desesperadamente margaritas que lo cubran, a ser posible que además tengan buena conversación.

miércoles, abril 26, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)


Carnaval de los chicos de Otros Relatos! Posted by Picasa

domingo, abril 23, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Día del Libro y la rosa.

Rosa Sant Jordi

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Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

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jueves, abril 20, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

SAN QUIRINO. Jaime de Nepas

SAN QUIRINO
Día cuatro de junio, san Quirino. Hoy hemos estado en la romería de la ermita de la virgen de los Santos, una concordia de hace siglos que reúne a los pueblos de Rebollar, Matallanas y Valdeazul. Cuatro de junio, la misma fecha de la romería de mil novecientos treinta y ocho, en la que estuve con unos pocos días de permiso. Mi hermano Benito no logró el pase, metida como estaba su compañía en avanzar hacia el mar, en cruzar el Ebro y llegar a Castellón para partir en dos al ejército republicano y aislar a Cataluña. El Quirino sí tuvo permiso, y el Demetrio también. Y tres de Almazán, que vinieron a nuestra aldea para comprar huevos y se quedaron al baile. El Quirino subastó el pendón en quince pesetas, lo llevó descalzo hasta el valle de la ermita y lo paseó alegre en la procesión con la tela completamente desplegada. Aquel día cumplió veintitrés años, era de la misma quinta que mi hermano. El Quirino ya no cumplió más, cayó de un morterazo en la Ciudad Universitaria de Madrid. El Demetrio, que había subastado el Ramo, adornado con hojas, rollos y naranjas, tampoco volvió: murió de una pulmonía por el frente de Huesca. Mi madre, que había sido romera los cuarenta y nueve años que tenía, tampoco regresó jamás a la ermita, y eso que vivió otros cincuenta. Aquel día estuvo nublado de la mañana a la noche. Cuando sacamos de la iglesia la imagen y las insignias vimos en el suelo que había llovido algo. Mi hermano Benito, siempre inclinado a la melancolía, habría dicho que el agua pequeña y gris mojaba las acacias, los cantos y las malvas del atrio; que por encima de los tejados húmedos se veía a lo lejos la niebla triste y racheada que subía envuelta en misterio por los bosques de encinas de las riberas del Duero. Los demás, en cambio, movíamos la cabeza temerosos de que otra vez, como en días anteriores, el agua se fuera río arriba y no cayera en nuestros campos, que tanto la necesitaban. Don Sotero, el cura, echó un vistazo arriba y concluyó que “está de llover; a ver si Nuestra Señora da un empujoncito”. La caravana de romeros enseguida se puso en marcha, y el camino se llenó de gentes que iban andando, en mula o sentados en los carros, cuyas ruedas empezaban a marcarse en el camino. Mi madre se empeñó en ir detrás de la imagen de la virgen, que portaban por turno las mujeres agarrando los cuatro banzos. “Ella delante, abriendo camino”, me dijo mi madre desde encima de la mula. Yo llevaba el ramal porque mi madre no quería montar sola desde que siendo joven se le desnucó una hermana al caer de espaldas tras quedarse dormida encima de la caballería, y no podía ir a pie porque sufría entonces mucho del reuma. Mi padre, como era alcalde, iba por delante con otros concejales y vecinos. El Quirino nos adelantó a buen paso, descalzo y con el pendón al hombro. La virgen llevaba un manto muy largo, blanco con bordados de oro, eso decían, de oro, y en cada banzo una mujer de negro, con sayas y medias negras; con blusa, toquilla y pañuelo a la cabeza del mismo color. La mayoría de las mujeres vestían así entonces desde la cuarentena, como si a partir de una fecha se declararan en luto permanente. A mitad de camino, cuando iniciábamos el descenso hacia la hondonada donde en la ladera contraria está la pequeña iglesia, se encapotó el cielo y empezó a llover mansamente, sin truenos, como si se dispusiera a estar así todo el día. María Barrena, una mujerona que llevaba el banzo izquierdo delantero, hizo una señal a las demás y bajaron la peana al suelo. Luego les pidió que le hicieran un corro y allí mismo se quitó una de las dos o tres sayas que llevaba puestas y se la colocó a la virgen sin quitarle la corona de hojalata dorada. Mi tío Felipe se desprendió de su chaqueta y se la dio a las mujeres, mi madre me alargó una manta de cuadros, y como aquellas mujeres llevaban siempre imperdibles prendidos en la ropa enseguida hilvanaron con varios de ellos una sobrecapa negra y parda. La saya de la Barrena estaba arriba y dejaba asomar un poco la cara pálida de la virgen. Parecía una luna llena en mitad de la noche, como diría mi hermano. Arreció la lluvia y bajé a mi madre de la mula. La plataforma de la imagen la pudimos colocar a modo de tejado entre las ramas de dos robles y allí se cobijaron varias mujeres, apretadas unas con otras. Lo mismo hicieron bajo los carros otros caminantes. Yo me arropé con la otra manta que llevábamos para tenderla en el suelo a la hora de comer y esperamos todos a que descampara. La lluvia nos alegraba por un lado, venía bien para los trigos, las avenas y las cebadas, pero por otro deslucía la fiesta. Porque aquello era una fiesta, ¡una vez al año! No había jóvenes, salvo alguno de permiso, porque en la guerra estaban todos aquellos comprendidos entre los diecinueve y los treinta y dos, ya había muerto el Cecilio en el frente de Guadalajara, pero ya iban casi dos años de guerra y a todo se acostumbra uno: sonará la música de gaita y tamboril, subirán los cohetes y los chicos correrán a por las varillas; los matrimonios se pondrán a bailar, como los quincenos, y a las mozas nunca les importa bailar entre ellas si no median varones. Viendo aquella escena rodeada del campo verde, de los olmos centenarios que cercaban la ermita, del hermoso robledal que llenaba la ladera – y que se quemó entero hace pocos años-, oyendo el graznido de los pájaros exóticos que anidan en aquella serranía: alcotanes, mochuelos, palomas torcaces, picos y verderones nadie diría que estábamos en guerra.Con la manta sobre la cabeza y cerrada con una mano sobre mi cara vi que la capa de la virgen estaba empapada, y que a los dos lagrimones oscuros que tenía siempre en las mejillas se unían ahora las gotas permanentes que resbalaban desde la saya. El agua seguía cayendo apaciblemente, hacía chop, chop sobre el trigo contiguo, mojando las hojas verdes, penetrando contenta hasta las raíces sedientas. Recuerdo muy bien que pensé: hay que ver cuando llueve lo bien repartida que cae el agua. Y sin saber por qué me vino a la cabeza entonces el día en que ambos coincidimos en el pueblo el marzo anterior. Mi hermano tenía dos semanas de permiso tras aprobar el curso de sargento provisional, y yo tenía cuatro o cinco días después de mi peripecia con el reuma. Me dio un ataque tan fuerte estando en el depósito de víveres de Huesca que no me podía mover. Si esto me pasa cuando tengo veinticinco años, qué no me pasará a los cincuenta, pensé, debe ser herencia de mi madre. Me llevaron a Vitoria, de allí a Bilbao, donde me embarcaron por todo el Cantábrico (vomitando incluso lo que no había comido) hasta Tuy. En cuanto pisé tierra empecé a mejorar. Recuerdo que pasamos a Portugal, a Valença do Miño, a ver su famoso mercado callejero, y que uno de mis compañeros preguntó en voz alta, “Y si nos quedamos aquí, ¿qué?”, pero no nos atrevimos. Me dieron el alta y unos días de permiso, y la víspera de incorporarme al cuartel llegó mi hermano. Cuando mi madre nos vio juntos a los dos, aunque sólo fue un día, casi iba dando saltos por la casa. A mi hermano lo animé yo para que hiciera el curso. Él estaba en Infantería desde que llamaron a su quinta, todo el día en el frente, todos los días en peligro. “Mira, le decía por carta, si el curso dura dos o tres meses, ese es un tiempo que te libras del frente”. “¿Sabes lo que dicen por aquí?”, me contestó, “sargento provisional, cadáver efectivo”. Al final lo convencí, lo hice con la mejor intención, pero el tiro me salió por la culata. Suspendió el curso en Tafalla, pero lo aprobó en Jerez. Le dieron aquellas dos semanas y coincidimos un día, mejor dicho, una sola tarde, porque la mañana me la pasé labrando. Después de comer, Benito sugirió que nos diéramos un paseo por el campo. Mi hermano Bienve, con sus diecisiete años, me sucedió en la labranza. Benito siempre tenía serio el semblante, como si fuera una estatua. Aquel día le vi la cara devastada por quinientos días de refriegas y desolaciones. “Vamos de un sitio a otro, sin parar; antes aún teníamos descansos o estábamos en avanzadillas de observación, sin gran peligro, pero llevamos muchos meses que la guerra se ha endurecido. Atacamos un cerro, un río, un pueblo, y en cuanto lo ganamos o no podemos con él nos montan en camiones y nos llevan a otro frente. La columna móvil de este carnicero que se llama García Valiño no para, y cada día que pasa nos meten más prisa para matar. Pero claro, los de enfrente hacen lo mismo, así que cualquier día…”. Así terminaban la mayoría de sus cartas: cualquier día…A mi hermano le gustaba mucho el campo. Fue a la escuela, como todos nosotros, hasta los catorce años, pero hizo de zagal de pastor desde que era un crío. Le gustaba el pastoreo, se le daba bien ese trabajo, y como para la labor de agricultor ya estábamos otros hermanos, poco después de terminar la escuela se hizo cargo de nuestro rebaño y nos ahorramos el sueldo de pastor. Se conocía mejor que nadie el término municipal; distinguía, por supuesto, las enfermedades de las ovejas, sabía entablillar una pata rota, y no marraba nunca quién era la madre de un cordero perdido. Sabía dónde estaban los mejores pastos, y había pocos pastores en el pueblo cuyos corderos dieran en la báscula mayor peso que los de mi hermano. Estaba contento con su rebaño, y nosotros estábamos contentos con él. Y dibujaba muy bien. Llevaba siempre en el morral un cuaderno de rayas y un lápiz corto, y como tenía tanto tiempo, hacía paisajes copiados del natural que nos enseñaba y que reconocíamos en la mayoría de los casos. Hablamos poco aquella tarde. Le pregunté por Erote, una chica con la que tonteaba. “Sí, alguna carta nos hemos escrito”. “¿Y con Felisa?”. “Pues también”, contestó. Hablaba poco. Yo creo que con quien más hablaba era consigo mismo. Claro, todos los días del año sólo por el campo, ¿con quién iba a hablar?, pero todo hay que decirlo: hay otros pastores que son unos charlatanes. Benito era callado desde crío, con los ojos grandes mirándote fijamente, como si tuviera necesidad de engancharse a ti o como si no tuviera ninguna prisa por escucharte, por empaparse de lo que le decías, que seguro que eran tonterías. Y, además del cuaderno y el lápiz corto, llevaba siempre en el morral un libro, uno de la media docena que había en casa: un Quijote de hojas delgaditas casi transparentes y retorcidas en las esquinas, unos teatros de don Jacinto Benavente y otros de don José de Echegaray, un libro gordo de poesías de no sé quién y una obra teatral llamada Un alto en el camino, cuyo autor era don Julián Sánchez Prieto, al que llamaban el Pastor Poeta, un drama rural que mozos y mozas del pueblo llegaron a representar tres o cuatro años atrás bajo la dirección de don Antonio Garijo, el mejor maestro que ha pasado por aquí. Mi hermano se aprendió el libreto entero, o casi. Primero memorizó, antes que ella, el papel que le dieron a mi hermana mayor, y luego, uno detrás de otro, los demás, de tanto oírlos en los ensayos que hicieron por la noche durante no sé cuántas semanas de un invierno. A cualquier hora nos recitaba los versos, y en esos casos, él, tan serio siempre, tan impenetrable, se volvía de barro blando o de cristal y se transformaba en tal o cual personaje, cambiando la voz y los gestos con gran naturalidad, ya fuera hombre o mujer. Cuando uno de los actores no pudo continuar porque una mula le partió la cara de una coz, el maestro, conocedor de la afición de mi hermano, le dio el papel. Le pintaron con tizón un buen bigotazo, le colgaron el zurrón y la escopeta e hizo divinamente de cazador, un personaje que en la comedia se llamaba Tomiza. Fue muy aplaudido por el público, también los demás. Representaron cuatro veces la comedia, vino gente de otros pueblos cercanos y mi hermano tenía aquellos días una sonrisa tan franca como no se la volví a ver jamás. De ahí en adelante, muchos vecinos del pueblo le llamaban Tomiza y no Benito. Aquella tarde, la del paseo de marzo, digo, era fría. El sembrado tardío y el temprano apenas despuntaban de la tierra. Decían los viejos que en invierno el cereal crece hacia abajo, que con tantos hielos no se atreve a sobresalir, que se dedica a enraizar para que cuando el tallo sea más largo al final de la primavera tenga una buena base y aguante el empuje de los vientos. Benito y yo íbamos con capote grueso y la capucha sobre la cabeza. “De lejos debemos parecer una pareja de la guardia civil”, dijo mi hermano, y añadió, “o dos nazarenos buscando semana santa”. Se giró hacia mí y nos quedamos quietos en mitad del camino, en el centro del campo y del mundo, sin nadie a nuestro alrededor. Me puso una mano en el hombro y me dijo: “si causo baja me traes aquí, a nuestro pueblo”. “Lo mismo digo”, le contesté tragando saliva, y seguimos andando en silencio. Causar baja, ese era el lenguaje de los jefes, del que nos contagiábamos los soldados: nunca hablar de heridos, menos de muertos, sólo bajas, enmascarar la muerte con una palabra de varios significados, o limitarse a poner una equis en un cuaderno al lado de un nombre y su apellido. “Mira esos cerros viejos, ondulados y olorosos”, señaló de pronto con una mano, como si los estuviera dibujando o acariciando, “mira qué suavidad pone la naturaleza en los colores, cómo pasa poco a poco del pardo de la tierra al gris de los tomillos; mira cómo aquel barbecho empieza en granate, sigue en marrón y acaba blanquecino en el teso; mira cuánta variedad de verdes en sembrados y ribazos, mira cómo ríe el agua de este regato al pasar por los cantos”. Cosas así veía mi hermano donde cualquiera no veía más que un sembrado pobre cerca de un cerro más pobre aún. “Qué culpa tendrán estos campos, estos y otros como estos, para que las bombas de la aviación, las piezas de artillería o el paso de un Cuerpo de Ejército los reviente, los aplaste y los deforme; qué culpa tendrán estos arroyos para que sus aguas claras las enturbie la sangre de la guerra. Cómo me gustaría coger nuestro rebaño y quedarme por aquí para no volver a vestir piojos ni calzar desolladuras, para no trepar matorrales, para no dormir intemperies ni comer miedo, para no matar cada día más deprisa, para no matar…” Regresamos al pueblo y al día siguiente nos dimos un abrazo y nos despedimos. Ya no lo volví a ver.Yo me incorporé a Intendencia, en Zaragoza, y él, unos cuantos días después, a su regimiento, que estaba en la provincia de Teruel buscando la salida al Mediterráneo. Recuerdo que recibí carta suya fechada el diez de mayo, anunciándome que me enviaba doscientas pesetas. Le contesté a vuelta de correo que había llegado la carta pero no el dinero, y que yo a mi vez le mandaba un paquete con un par de alpargatas de cáñamo, una tabla de chocolate y un pañuelo de seda para que se protegiera la garganta del frior de los rocíos y las nieblas. Pasaban los días y como no recibía carta subí a Frentes y Hospitales, más arriba de la plaza de Aragón de Zaragoza, subí dos o tres veces, pero mi hermano no figuraba ni en las listas de heridos ni en la de los fallecidos. Con el pequeño permiso en el bolsillo me fui a la fiesta de la Ermita convencido de que mi hermano se había descuidado otra vez y se retrasaba más de la cuenta debido a sus despistes. “Dile cuando lo veas que nos escriba más a menudo, que nos tiene en vilo”, me ordenó mi madre con el tono de quien cree que en la guerra estábamos todos juntos, en un puñado. “Se lo repito en cada carta, madre, pero ya sabe usted cómo es”. Ensimismado en estos recuerdos no me di cuenta de que la lluvia se apagaba, que las gotas dejaban de chapotear en el suelo. Las mujeres que estaban bajo la virgen empezaron a meter prisa para ver si llegábamos pronto a la ermita. Desenredamos los banzos de los chaparros, subí a mi madre a la mula, y poco a poco la caravana se puso otra vez en marcha. Por el sur se abrían ventanas de cielo azul, pero las nubes seguían a vuelo bajo y de color morado. Empezamos a oír el bandeo alegre de las dos campanas y vimos el humo del fuego que habían preparado los monaguillos para alimentar con ascuas el incensario. Un cohete subió hasta muy alto y dejó en el aire tres estampidos. Y otro y otros dos más casi a la vez. Mi novia Julia pasó deprisa a mi lado junto a sus amigas y me sonrió. Aquella risa borró la lluvia y la guerra, y me trajo el deseo de bailar con ella, de abrazarla y darle mil besos. Olía a pólvora y a tierra mojada cuando llegamos a la bulliciosa pradera llena de gente. “Olía a fiesta, a esperanza, a ganas de olvidar”, quizás habría dicho mi hermano. Cogí las alforjas y las mantas, até la mula al tronco de un fresno y fui a depositarlas en el suelo de la sacristía, en el mismo rincón donde estaban las de nuestro pueblo. Mi madre sacó tres velas y me pidió que la acompañara a encenderlas en el hachero. Me detuve en la pared derecha junto al altar, donde colgaban sucios y amontonados los exvotos que ofrendaba la gente a la virgen de los Santos muchos años atrás: trenzas de pelo deshilachado, manojos de cabellos atados con cintas descoloridas, una muleta tosca de madera, tablillas carcomidas, una pierna infantil de cera de la que pendía la foto amarillenta de una niña asustada, una sábana de amortajar con los pliegues polvorientos y apolillados…”Nada, superstición, brujería, ignorancia”, dijo mi hermano el año pasado con ganas de tirar todos los colgajos. “¿Para qué tres velas?”, le pregunté a mi madre. “Coña, ¿para qué van a ser? Una para ti y otra para Benito, a ver si volvéis con bien, y ésta para que no se me lleven al muchacho. Ya está bien con que le quiten dos hijos a una madre para llevárselos a esa maldita guerra”. “Si es por eso -dije yo- puede ahorrarse una porque Franco ha sacado una ordenanza que dice que si tres hermanos son llamados a filas, uno de ellos, el que quiera la familia, tiene derecho a quedarse en casa, y Benito y yo ya hemos decidido que si llaman al Bienve sea él quien se quede en casa, que nosotros dos ya estamos curtidos”. “Ese Franco ya se podía haber quedado en su casa, rediós, en vez de armar este alboroto”, respondió mi madre. Encendimos las velas unas con otras, las pusimos en uno de los varios escalones que tenía el candelero y nos quedamos a rezar junto a otras madres. Se oía el bisbiseo de los labios, parpadeaban las llamas amarillas y resbalaban las lágrimas de cera hasta caer en el suelo o en la madera formando montañitas. Un mirlo se coló por el roto de una ventana, cruzó la nave dos veces alocadamente, buscando salida, y se estrelló contra el cristal de la de enfrente cayendo a plomo como si hubiera recibido una perdigonada. Tras rebotar en el suelo, palpitó tres veces y se quedó tieso con las patas hacia arriba. Uno de los monaguillos le puso los dedos bajo el cuello y tras comprobar que estaba muerto lo arrojó a unas zarzas. Yo miré fijamente a las llamas y me pareció ver a mi hermano corriendo por las calles de un pueblo con el fusil en las manos, calada la bayoneta, refugiándose puerta a puerta, disparando de vez en cuando. Me dolían las rodillas, así que le hice un gesto a mi madre y salí al exterior a quitarme el olor empalagoso de las velas, a buscar a Julia. Antes de juntarme con ella vi por la ladera de los robles que el cartero se acercaba a lomos de su mula negra; venían cansinos, como si no quisieran llegar, como si desearan prolongar el tiempo, como si no quisieran dar la noticia. El cartero buscó a mi padre, que saludaba a los otros dos alcaldes, se bajó de la mula ya sin su boina y le dio la carta. Antes de que a mi padre se le doblaran las piernas y lo tuvieran que sujetar entre los demás ya me temblaban a mí, ya estuve seguro de por qué Benito no escribía, ya supe que esta vez no era un despiste. Mi padre me buscó con la mirada mientras los otros alcaldes hablaban con un mozalbete, que salió corriendo hacia el campanario. Mi padre vino con la carta al final de un brazo exánime, me dio un abrazo en silencio y nos fuimos a la ermita a buscar a mi madre. La noticia se extendió por el prado, cesó la música y la gente nos hizo un pasillo; los hombres se quitaban la boina a nuestro paso, las mujeres se persignaban, las campanas cambiaron el rápido volteo por el lento toque del clamor. Al día siguiente me fui a Zaragoza a pedir permiso a mis jefes para ir al Hospital de Teruel. Allí me informaron que Benito había sido herido por la metralla de una bomba el veintisiete de mayo, entre Mora de Rubielos y Rubielos de Mora y que había fallecido al día siguiente. Reza que te reza mi madre por él a la virgen de los Santos para que volviera sano y llevaba ocho días muerto. Mi madre no volvió jamás a la Ermita. También me dijeron dónde estaba enterrado: fila tal, tumba número cual del cementerio. Sacamos la caja, la descubrimos, ¡pobrecillo, qué delgado se había quedado!, lo metieron en una de cinc bien lacrada y en un taxi alquilado me lo llevé al pueblo. En su tumba pusimos, veinticinco y cincuenta años después, los restos de mi padre y de mi madre. Los tres juntos. Me cuesta decirlo, pero que nos esperen muchos años.San Quirino, sí, cuatro de junio, como hoy, que ha estado amenazando de lluvia todos el día pero no ha caído ni una gota. Cada vez llueve menos. Había muy poca gente, esto se acaba. ¡Claro!, ¿cómo va a haber si en Rebollar quedan tres vecinos, cinco en Matallanas y catorce en Valdeazul? Algún emigrante ha venido a la fiesta, mejor dicho: hijos o nietos de los que se fueron hace cuarenta o cincuenta años. Poca cosa, no hay música porque cuesta mucho dinero y nadie la aprovechaba últimamente para bailar; tampoco hay cohetes, ignoro el porqué; no viene el confitero con sus cajas de madera en la mula para vender barquillos, caramelos y petardos; murió ya, y no tuvo sustituto, aquel hombre que venía con su carrito de helados, como murieron un día por la grafiosis los olmos tremendos que protegían el templo. La fiesta parecía hoy un palomar sin palomas, un árbol desnudo. Como diría mi hermano, cualquier día…
Desenredamos los banzos de los chaparros, subí a mi madre a la mula, y poco a poco la caravana se puso otra vez en marcha. Por el sur se abrían ventanas de cielo azul, pero las nubes seguían a vuelo bajo y de color morado. Empezamos a oír el bandeo alegre de las dos campanas y vimos el humo del fuego que habían preparado los monaguillos para alimentar con ascuas el incensario. Un cohete subió hasta muy alto y dejó en el aire tres estampidos.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

LA GRAN PARTE DEL CUERPO. Jaime de Nepas

LA GRAN PARTE DEL CUERPO.: "Forum: Relatos Nuevos Last Poster: Jaime de Nepas Last Post: Apr 19 2006, 09:24 PM"

miércoles, abril 19, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

LENGÜETA. Francisco M. Aguado Blanco

Cojo el pack de seis-"Reciclado y reciclable, salvad un árbol"- de leche desnatada. Falta el envase que abrí anteayer. Me decido a sacrificar a su compañero o quizás debería decir compañera: el envase muestra el dibujo de unas formas femeninas (líneas ideales), embutidas en pantalón blanco a juego con camiseta de igual color, separadas ambas prendas por una ranura color carne a la altura umbilical. Desenrosco el tapón mientras se calienta el cazo con café sobrante del día anterior. Tiro de la anilla-como las de las granadas de la mili- y se queda la muy desgracida encajada en mi dedo índice mientras vuelco el contenido del envase en el cazo. Miro la anilla. La desajusto de mi dedo. Pone: "Siga jugando." Recuerdo por un momento aquellas bolsas de pipas de mi infancia en que había que mirar al trasluz una banda negra: "La Pilarica, qué rica. Repita." Esto me huele a concurso. Miro el envase. Puedo ganar un coche Mercedes si la anilla así me lo participa. Recuerdo que desde anteayer no bajo la bolsa de basura al contenedor por lo que en mi bolsa está la anilla anterior. Casi al fondo. ¿Revuelvo mi propia basura por un Mercedes?- Me cuestiono mientras mojo los picatostes en el café con tan provocadora leche.- ¿Tienen basura en su casa los dueños de Mercedes? Claro-me digo.- ¿Tienen las manos sucias?-me vuelvo a cuestionar.- Quizás no siempre. ¿Qué prejuicios he de tener yo por hacerlo si nadie me verá y la basura, además, es la mía? Silencio. Aparece mi mujer, somnolienta, con esa cara de pocos amigos que siempre luce recién levantada junto con uno de mis pijamas. - Olga, ¿revolverías el cubo de basura por un Mercedes? - En la puta vida - Me dice en tono tan firme como seco según se echa el café con leche en la taza tamizándolo por un colador para eliminar esa escasa película de nata que deja la leche desnatada al enfriarse y que ella tanto odia. Les presento a Olga. Sí, la que está leyendo el periódico que he ido a comprar antes que se levantase mientras se toma la poca leche con mucho café después del kiwi. La que sabe que nuestro coche se cae a pedazos. La que bien sabe por qué me casé con ella.

domingo, abril 16, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Amadeus aparecido. José Vicente Aracil.

Yo andaba en mitad de la adolescencia cuando una tarde de abril me encontré con Mozart. Él vestía una camisa blanca con los botones a punto de reventar bajo la presión curvilínea de una barriga cervecera, un pantalón gris y unos zapatos de charol brillantes. El pelo era ralo y negro y lo llevaba pegado al cráneo con brillantina. Un bigote fino le cubría el labio superior. Apenas medía un metro cincuenta y sostenía unos platillos de orquesta debajo del brazo. Yo estaba sentado en uno de los bancos de piedras de un jardincillo, perdido dentro de mí. En aquella época de mi vida solía refugiarme con frecuencia en aquel jardincillo de árboles desmesurados. Tenía la cabeza llena de laberintos que devoraban la mayor parte de mi tiempo y siempre me devolvían al mismo lugar del que partía. Y no sé si coincidió que salía de uno de esos laberintos o fu él quien me sacó. El caso es que lo vi pasar por la acera que bordeaba el jardincillo, y enseguida supe que era Mozart. Toda su música vibró dentro de mí, como si llovieran acordes y contrapuntos y la tierra temblara de alegría. Me levanté y me puse a seguirlo. Según avanzaba tras él, las calles se fueron llenando de gente, y tuve miedo de perderlo. Así que poco a poco me fui acercando cada vez más. Estaba realmente nervioso, pero quién no lo estaría teniendo tan cerca al auténtico Mozart, al genio más grande que nos ha dado la música. Cualquiera que se hubiera puesto a mi lado, apenas sin esforzarse, habría podido escuchar con claridad los latidos de mi corazón. Y como cada vez que siento que me envuelve ese estado de ansiedad, mi cabeza comenzó a poner en práctica todas sus artimañas para que desistiera de mis propósitos. Primero pensé que Mozart sabía que lo estaba siguiendo, y que iba a dejar que lo siguiera, sin hacer nada para ocultarse, y que llegaría un momento, él sabría esperar ese momento, en el que se volvería y mirándome muy fijamente a los ojos me diría: ¡¿Qué es lo que quieres de mí?! Y lo diría gritando coléricamente. Y yo no sabría que decirle. Así que decidí que debía tener las preguntas preparadas y bien memorizabas por si sucedía algo parecido a lo que acababa de pensar. Y pensé que primero le tendría que hacer las preguntas más importantes, e iría dejando lo banal para luego, por si se cansaba de mí, por si desaparecía de pronto de la misma forma en que había aparecido. Así pues, la primera pregunta tendría que ser crucial; la más importante de todas, la que no me perdonaría nunca no haberle preguntado. Pensé que lo mejor sería preguntarle sobre los datos dudosos de su biografía. Cosas como: ¿Fue a los cuatro o a los seis años cuando compuso su primera obras? O: ¿Había terminado por completo el Réquiem cuando murió? O: ¿Sabe si fue Salguieri su asesino? Sin embargo, después de pensar en estas cosas tan históricamente importantes, pensé que aquello al fin y al cabo no eran más que datos, y en la importancia relativa de cambiar alguno de ellos. No; eso no era lo que me interesaba de Mozart, lo que no me perdonaría nunca no haberle preguntado... Tan absorto estaba en aquellos pensamientos que de poco lo pierdo. Se metió entre callejuelas cada vez más atestadas de gente y cuando me quise dar cuenta ya no lo veía. Tuve que correr y apartar a unos y a otros para localizarlo. Y fue una ardua tarea, sobre todo debido a su escasa estatura, que hacía que desapareciera una y otra vez entre la gente. Cuando me quise dar cuenta habíamos llegado a la plaza de la iglesia. La plaza estaba llena de músicos, todos vestidos con las mismas ropas que llevaba Mozart. Cada uno cargaba con un instrumento diferente. Algunos ensayaban melodías en solitario, otros conversaban entre sí, otros fumaban. Mozart se perdió entre ellos pero no habló con nadie. Se quedó callado y de pie con los platillos debajo del brazo. Mirando el vacío, que a veces era ocupado por un clarinete, o por una camisa blanca, o por una partitura, o a veces era solo vacío. Estaba claro como el agua, Mozart no conocía a nadie y nadie lo conocía a él. Solo yo sabía quién se escondía entre todos aquellos músicos, quién se refugiaba en el interior de aquel cuerpo poco agraciado. Pero no dije nada, me limité a seguir espiándolo, a contrastar su transparencia entre la multitud, la ignorancia que esta le profesaba. ¡Dios mío, aquel hombre era Wolfgang Amadeus Mozart! Y yo no podía gritarlo. No podía decir: ¡Arrodillaos todos: es Él! Entonces me miró por primera vez, y me di cuenta de que se me habían olvidado todas las preguntas. De repente los músicos comenzaron a agruparse en formación, y Cristo Crucificado comenzó a asomarse por la puerta de la iglesia. Mozart ocupó la primera fila, junto a los demás instrumentos de percusión. Todos llevaban partituras menos él. Sonreí: era capaz de reproducir todo un concierto con solo escucharlo una vez. ¿Iba a necesitar una partitura para tocar unos platillos en una procesión? La sonrisa se me transformó en carcajada. La gente que me rodeaba comenzó a mirarme igual que si hubiera enloquecido. Así que volví a endurecer mi rostro, a cubrirlo de seriedad. Luego la música comenzó a tocar, los músicos caminaban llevando todos el mismo paso, el Cristo Crucificado salió definitivamente de la iglesia, y muy lentamente, la procesión se fue perdiendo Calle Mayor abajo. Escuché un par de veces el sonido de los platillos flotando en el aire, perdiéndose luego sus ecos dentro de mí. Intenté seguirlos, pero era tanta la gente que se acumulaba en la plaza que me fue imposible. Él se alejaba para siempre, y yo no había aprovechado mi oportunidad. Decidí que lo mejor era dar un rodeo entre las callejuelas adyacentes para volver a salir a su encuentro. También hubiera podido quedarme allí mismo y esperar a que regresara a la iglesia, pero estaba demasiado excitado como para permanecer varado en la plaza durante todo ese tiempo sin hacer nada. Así que me decidí por la primera opción. Conseguí escapar de la gente, corrí por entre las callejuelas, y cuando salí a donde pensaba reencontrarme con él. No vi a nadie. Pensé que me debía haber equivocado y volví a callejear. Pero fue inútil. Había perdido al Cristo de la Cruz, había perdido a Mozart, a la procesión; ni siquiera se oía la música por ninguna parte. Las calles estaban vacías por completo. Como si la soledad –personificada en una mujer triste- hubiera tenido celos del mundo y me hubiera querido solo para ella. De pronto volvía a verme en el jardincillo de los laberintos. Me senté en el banco de piedra. Puse mis codos sobre mis piernas, mi cabeza sobre mis manos. Y entonces vi a Mozart caminado por la acera que bordeaba el jardincillo, llevaba la misma ropa, el mismo peinado, los mismo platillos bajo el brazo. Caminaba en la dirección contraria a la que llevaba la primera vez que lo vi. Se paró delante de mí, sacó un cigarrillo, y se palpó los bolsillos buscando. Luego me miró y me preguntó si yo tenía fuego. Mientras le encendía el cigarrillo, pensé en preguntarle qué sentía cuando la música se despertaba y fluía dentro de él, cuando las armonías se arremolinaban dentro de su cabeza, lo atropellaban de camino a las alturas y pateaban su barriga abultada exigiéndole nacer. Pero no lo hice. Mozart me dio las gracias, dio una calada profunda, y se perdió camino abajo entre una nube de humo.

viernes, abril 14, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Imágenes de la República

jueves, abril 13, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

El anillo perdido. Francisco M. Aguado Blanco

Le regalaron en su primera comunión lo que entonces se solía regalar: un reloj de coronilla con esfera blanca, números dorados y correa de cuero; un juego de bolígrafo y pluma estilográfica; un estuche de lápices de colores con regla, escuadra, cartabón, sacapuntas y goma de nata Milán. Y un anillo de oro con una piedra azul alargada que un día cayó en el suelo, en su propia casa. Buscó de manera minuciosa, pero nunca supo dónde llegó a esconderse. Con la mudanza, la casa quedó vacía y antes de abandonarla para siempre, registró todos los rincones. Fue inútil. No lo encontró. Y sin embargo lo intuía: estaba allí. No era ambicioso, pero su meta era hacer lo imprescindible en la vida para comprar algún día aquella casa y buscar su anillo. Era una casa grande en pleno centro de la capital. No sería fácil. Pero tenía paciencia y todo el tiempo del mundo.Como asesor de seguridad de Cuerpo Diplomático, estuvo en Indonesia donde fue tiroteado por un grupo radical; padeció enfermedades tropicales en el Caribe; traficó en países donde hasta el comercio de sal estaba restringido, abusando con inteligencia de la impunidad que le proporcionaba la valija diplomática; escapó de una "golpiza" de sicarios mandados por un ministro corrupto de cierto "país hermano". Y al fin, regresó a su país con el suficiente dinero para comprar aquella casa con anillo dentro. Apenas recibió las llaves, entró de nuevo en el piso de su infancia. Poco había cambiado excepto el color de las paredes. No encontró el anillo que a aquellas alturas, imaginaba imposible de ajustar en su dedo adulto. Furioso, mandó levantar todas las listas del parquet de la casa. Nada. Y sabía que estaba allí. Después de varios años de vistas esporádicas sin encontrar nada en aquel piso que mantuvo vacío mientras se alojaba en uno cercano, decidió alquilarlo.Ya llevaban tres años. Eran buenos inquilinos, ambos trabajaban y apenas les veía. Tenían una asistenta que le abonaba puntualmente los recibos. Aquella joven de piel canela le hizo renacer la nostalgia de sus andanzas por otros países. Y hubo un romance. Y también un niño.No quiso comprometerse con él hasta estar segura de existir algo más que una aventura pasajera. Mientras tanto, fue aceptada con su hijo en la casa de aquel matrimonio tan comprensivo. Al fallecer aquella hermosura de mujer en un desgraciado accidente de tráfico, el matrimonio, que no podía tener hijos, adoptó a la criatura, sin saber que tenía padre y que todos los meses, puntualmente, les visitaba con un regalo para aquel moreno de mirada intensa a quien acariciaba con ternura la cabeza mientras firmaba el recibo de la renta.Solicitó de nuevo destinos en el extranjero, de los que puntualmente volvía una vez al mes. El niño corría por aquel inacabable pasillo, cuando intuía su llegada. Recibía su regalo con alegría, abrazándole con fuerza.Debía andar sobre los siete, quizás los ocho años, cuando observó en los deditos de su hijo un anillo de oro con piedra azul alargada. -¿Te gusta?Asintió.-Lo encontré yo sólo en la casa, pero me dijeron que no te lo diga -susurró guiñando un ojo-. ¡Vaya una tontería! Yo digo que no es tuyo porque no te cabría por más que apretaras.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Granada. Rubén Bort

No sé si será cierto el detalle que sobre el origen de las tapas me refirió mi madre hace tiempo, según el cual, cuando llegaba la calor (que por mayo era, por mayo, cuando los trigos encañan), los mesoneros andaluces tapaban, de ahí el nombre de tapa, la boca del vaso de vino o cerveza con una loncha de jamón o de queso para evitar que entraran calandrias o ruiseñores sedientos. Lo que no es leyenda es que en los bares de Granada pides una caña y sin preguntar te arrean un tapón: un pincho con patatas fritas y aceitunas; bocadillitos de jamón o de chorizo; huevos rellenos y papas; alcachofas con anchoas; rebanadas de pan con aceite y queso; una ración de arroz al horno... y te cobran sólo la caña, un euro o uno con veinte, según los sitios. No es mentira, no, con dos o tres euros comes o cenas.

Es domingo de ramos, y no hay nadie en la casa que habito hace hoy tres días –ni en dos kilómetros a la redonda, me parece–. Supongo que mis dos compañeros, que todavía no conozco, llegarán a partir de mañana. Según me contó el dueño, uno de ellos es de Cádiz y el otro de Málaga, y pasan allí los fines de semana; ambos tienen más o menos mi edad, y son estudiantes de posgrado, uno de económicas y el otro de ingeniería industrial. Salimos a 200 euros. No pude encontrar algo para mí solo que no pasara del límite que me puedo permitir pagar, al menos hasta dentro de un año y cuatro meses, cuando venza la última letra del coche. La casa, que es parte de una urbanización de adosados a cinco minutos de lo que será mi trabajo a partir del martes, no tiene ni un año de edad y no le falta de nada. Todas las estancias son amplias, luminosas, y están perfectamente amuebladas y equipadas. Hay una puerta trasera que da acceso a un patio y al garaje. Realmente fue un golpe de suerte encontrarla, no nos engañemos. Aquí, en pleno curso como estamos, hay más estudiantes que estudios, apartamentos y habitaciones.

Llevaba cuatro días de inmobiliaria en inmobiliaria, de decepción en decepción, con los pies llenos de ampollas y la cabeza echando humo, cuando decidí prescindir de intermediarios y darme una vuelta por las facultades, que hay muchas. En todas ellas –excepto en la de teología, donde sólo había silencio, carteles religiosos, y una conserje muy risueña que me dijo que no cuando le pregunté si había alguna habitación para mí sin obligación por mi parte a profesar voto alguno– tomé nota de los teléfonos que venían en algunos anuncios colgados en los tablones, en los que se buscaba chic@ para compartir piso, y después empecé a llamar uno por uno. No conseguí nada, porque las pocas habitaciones que quedaban libres y que pude ver me produjeron depresión. Agotada esa vía, compré un periódico local especializado en anuncios particulares y marqué unos cuantos números. Había ofertas interesantes en los pueblos de alrededor, La Zubia, Monachil, Armilla, Huetor Vega, pueblos que no están a más de diez minutos en coche. Recordé con júbilo una cosa misteriosa que me había dicho un empleado de una inmobiliaria: “Para los de Granada todo está lejos, una distancia de cinco kilómetros es como si fuera de cincuenta”. Cogí autobuses, visité esos pueblos, y comprendí con pesadumbre la razón elemental, querido Watson, por la que para los de Granada todo está lejos, y cinco kilómetros valen por cincuenta: los atascos. A la vuelta, me tomé una caña y unas patatas a lo pobre con boquerones en vinagre y me presenté en la Junta de Andalucía para informarme acerca de las ayudas al alquiler para jóvenes; las hay, hasta el cuarenta por ciento, pero me enumeraron tantos requisitos y me pusieron tantas trabas que pasé página inmediatamente. El último paso, antes de desfallecer, iba a ser poner mi propio anuncio en el mencionado periódico y en algunos sitios de internet, marcharme a casa –tenía el billete de vuelta para esa misma noche– y esperar a que alguien llamara. Hasta ahora han llamado tres, pero ya es tarde para ellos, porque en el último momento, cuando me dirigía a la pensión para recoger la maleta, reparé en que las papeleras, las farolas, y, sobre todo, las cabinas de teléfonos, estaban forradas de anuncios de gente que alquilaba habitaciones o buscaba compañer@ de piso: así di con esta casa, seminueva, luminosa, perfectamente amueblada, y a cinco minutos de lo que será mi trabajo a partir del martes. El dueño me contó que la compró para vivir él con su mujer, pero que, por otra parte, y por desgracia (por fortuna para mí), le salió mal un negocio; por eso ahora vive con sus suegros mientras le saca rentabilidad a la casa. De hecho, dijo que tiene previsto vivir aquí en cuanto salga del bache económico, en cuestión de año y medio (ya habré pagado el coche), de modo que le interesa que los inquilinos sean tranquilos como aseguró lo son mis compañeros, y que no le rompan nada. Por mí tampoco será. En mi nueva habitación, mientras escribo, suena la Danza Oriental, de Enrique Granados, pieza especial para mí que siempre, como las sintonías de Curro Jiménez, me ha hecho evocar, sin conocerla, esta tierra de leyendas.

Pero me dio tiempo a mirar, y lo primero que vi, al bajar de la estación, fue una hilera de naranjos flacos y altos, tarongers borts, como los llamamos en mi tierra (y como mi primer apellido), donde los naranjos son bajitos y gordos, como yo lo seré algún día, además de calvo... me colé en la primera pensión que encontré, al lado de ese mismo bulevar, cerca de la plaza de toros, pedí una habitación, descargué la maleta, me di una ducha, saqué “Cuentos de la Alhambra”, de Washington Irving, lo abrí al azar, tolle lege: “...doblaron el promontorio de la sierra, y dieron vista al famoso Puente de Pinos, que salva una impetuosa corriente, muchas veces teñida con sangre cristiana y musulmana. Para mayor confusión, la torre del puente se pobló de luces y brillaron en ella las armaduras. El renegado detuvo el caballo, se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor un momento; luego, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeó el río durante algún trecho y se adentró en sus aguas...”, salí a la calle, entré en un bar, me tomé un desayuno completo, hojeé un periódico, me fumé un cigarro, compré chicles, volví a la calle, me topé con una mujer malhumorada que arrastraba a su hijo de la mano y lo reprendía muy severamente porque llegaba tarde al colegio, tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida, deseosa de sí misma, respiré hondo, vi Sierra Nevada, desplegué el mapa del tesoro, busqué el Camino de Alfacar, donde se encuentra la Jefatura Provincial de Tráfico, y me dirigí hacia allí.

Ana, la que será mi jefa a partir del martes, me mostró las instalaciones y me presentó uno por uno a los más de cuarenta futuros compañeros que constituyen la plantilla. Yo estaba desconcertado y nervioso, y por momentos me arrepentía de todo. Lo único que recuerdo con claridad, a parte del nombre de Ana, que fue el primero que oí, es el de Sensi, a quien curiosamente no conocí porque es la interina que causa baja al incorporarme yo. Ana, después de presentarme, añadía: “Es el que viene en lugar de Sensi”.

Cuando salí de allí, volví a desplegar el mapa, busqué el Albaycín y el Sacromonte, pasé por La Cartuja, que estaba cerca, y caminé, y pregunté, y entré en inmobiliarias, y caminé, y caminé, y me tomé cañas con huevos rellenos, y subí al Albaycín, que es como subir a un naranjo altísimo y gordísimo con acné primaveral, un laberinto de casitas blancas como el azahar vestidas de verde y flores como si fueran mujeres que van de fiesta, y luego al Sacromonte, ¿cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre?, y crucé el Darro, y rodeé la Alhambra porque no tenía entrada, y pasé por el Realejo, y crucé el Genil...

Y, anocheciendo, volví a la pensión. Los días siguientes iban a estar marcados por el agotamiento y la confusión.

Danza Oriental

lunes, abril 10, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Ruido (Guión). De Juan Rojo

El Tipo A en el rellano de la escalera pulsa el botón del ascensor y refunfuña] [TIPO A]: (Hoy que estoy decidido a romper con todo, va y funciona el ascensor) [Sale del portal y frunce el ceño al mirar al cielo] [TIPO A]: (Además hace un día soleado y agradable de mierda. Seguro que el puto autobús que ayer no venía hoy viene a su hora.) [Llega a la parada justo cuando llega el autobús] [TIPO A]: (No te lo dije, ahí está el muy...) [Según se acerca a su parada ve una gran fila de gente.] [TIPO A]: (Joder qué de gente hay en el viaducto.) [Pregunta al último de la cola] [TIPO A]: -- Oiga ¿y toda esta gente? [TIPO B]: -- A suicidarse. [TIPO A]: -- Pues sí que estamos listos. O sea, que hay que esperar cola. [TIPO B]: -- Sí. Como han puesto un cristal para que la gente no se tire, ahora es más difícil. Primero hay que saltar el cristal y luego la barandilla de hierro. [TIPO A]: -- No me jodas. [TIPO B]: -- Ya te digo. [TIPO A]: -- ¿Y tú llevas esperando mucho? [TIPO B]: -- Es el tercer día que vengo. La gente se lo piensa mucho antes de saltar. Luego llega la policía y para casa. [TIPO A]: -- Pues si lo sé me tomo pastillas. [TIPO B]: -- No es lo mismo. [TIPO A]: -- No. [Tres hombres aúpan a una anciana a la valla de cristal] [TIPO A]: -- ¿Qué le estáis haciendo a la vieja? [TIPO C]: -- Dijo que la ayudáramos, y le estamos echando una mano. [TIPO A]: -- Ah. [Como la anciana no logra asirse y saltar, uno de los que la ayudaba le da un empujón del impulso pasa por encima del cristal y cae de bruces contra la barandilla.] [TIPO A]: -- Joder, qué brutos. Casi la matáis. ¿Señora está usted bien? Para mí que se ha desnucado. [TIPO C]: -- No sólo está atontada. ¡Venga tírese ya! [La anciana contusionada y titubeante saca una pistola] [TIPO C]: -- Señora para pegarse un tiro se hubiera quedado usted en casita. [TIPO A]: -- Me parece que vamos a tener que volver mañana. [TIPO D]: -- De eso nada, yo salto y le quito la pistola. [El Tipo D no lo duda y salta el cristal y se dirige a la anciana] [TIPO D]: -- Señora, déjese de gilipolleces, déme la pistola y tírese. [La anciana casi sin mirar dispara hiriendo al Tipo D, que cae por el impulso, pero se agarra al abrigo de la anciana y caen los dos] [TIPO A]: ¡La leche! ¡Los dos para abajo! [Se oyen sirenas que se acercan] [TIPO C]: -- ¡Viene la policía! [TIPO B]: -- Yo lo dejo para mañana. Si quieres quedamos a las diez. [TIPO A]: -- Vale. [TIPO B]: -- Pues hasta mañana.

domingo, abril 02, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

.....Y DEJARÉ QUE SE ENFRÍEN ANTES DE SERVÍRSELAS

RELATO GANADOR. EDICIÓN MARZO 2006. Todos me preguntan perplejos que por qué lo hago: la poca familia que me queda, mis amigos más cercanos, las vecinas que me ven acalorada y sin apenas tiempo para nada. Mis hijas son mujeres jóvenes, seguras de sí mismas que, cansadas de avivar los rescoldos de mi autoestima, han decidido dejarme por imposible. Preguntan, intuyo que hastiadas y desoladas ante la impresión de no reconocer en mí a la mujer luchadora que aprendieron a respetar, qué cómo puedo ser capaz de acoger de vuelta a casa, de hacerme cargo, de ese hombre que nos abandonó hace treinta años...Me dicen, que si yo no logro darme cuenta de cómo me estoy humillando, todo comentario es inútil....pero que no cuente con ellas porque no están dispuestas a secundarme en este acto postrero de atención, de cariño, de caridad para con este hombre desconocido, de este padre tan ajeno a sus memorias... Yo lo prefiero así. Sin testigos. Él me mira desde la inutilidad en la que se ha convertido y nos entendemos sin palabras. Como cuando nos conocimos y me hizo creer que me haría feliz. Me ha dicho el médico que le queda poco tiempo, que su organismo ya estaba devastado por la mala vida cuando sobrevino la parálisis y que parece asunto de un milagro que su corazón siga latiendo. También le parece que algo tendrá que ver este milagro con las extraordinarias atenciones que está recibiendo el enfermo. Yo asiento con la cabeza por no contradecirlo, pero sé que su corazón se mueve por la cosa esa de la inercia. Que respira por costumbre, pero no por gusto. Que cuando le acerco a los labios, a esos labios cuyo recuerdo me sigue taladrando, la cucharilla con su poco de puré, la boca se abre obediente y refleja, ajena a la firme voluntad de apretarla que reconozco en su dueño. Yo sé que él sabe. Su cabeza está intacta. Y eso me basta. Ocuparme de su cuerpo maltrecho me está compensando del dolor sufrido durante todos estos años, cuando lo imaginaba acariciado por las manos de otra mujer. Me hace bien emplearme en sus sabores preferidos. Ofrecérselos con una sonrisa para que se confíe. Como hoy. Prepararé croquetas pensando sólo en él....Se las haré redonditas para que le quepan de un solo bocado. Pondré al fuego la mantequilla para que se funda, añadiré la harina tamizada para evitar los grumos, nada de sal porque le perjudica, la carne de pollo muy picada, apenas para dar su aquello de sabor, el copito de algodón en cada una... Darinto.