Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

viernes, abril 28, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Desaparecidos. Juan Rojo.

La propuesta de IU aprobada ayer en el Parlamento me ha recordado este relato que tenía en el cajón que, por cierto, nació del árbol de las cartas de este foro.

La fría aurora castellana nos helaba los huesos. Yo miraba a mi padre mientras se subía las solapas del abrigo. Su serio rostro quedó casi escondido, pero el brillo esperanzado de sus ojos lo iluminaba. Todos los reunidos allí guardábamos un silencio sólido, apuntando el vapor de nuestros alientos hacia los seis operarios del ministerio que cavaban junto a un imponente olmo. Posiblemente mi abuelo esté ahí. Así lo indicaban todos los indicios recolectados por muchos de los familiares. Mi padre no llegó a verlo, pero sí lo conocía a través del recuerdo vivo que mi abuela se encargó de mantener. Llevaba años luchando por encontrarlo, hasta que milagrosamente conoció a Manuel sin cuyo testimonio nunca lo hubiera logrado. Manuel era vecino del pueblo y fue testigo del fusilamiento a los nueve años. Cuando cuenta la historia un pudor antiguo le hace mirar al suelo, porque siempre se le empañan los ojos. Él jugaba al atardecer en las ramas del olmo, junto a la casa en cuyo sótano, que hacía las veces de calabozo, estaban los presos. Al pie estaba su amigo "el Rubio" que le alertó de que alguien se acercaba: "Quédate ahí quieto que yo voy a esconderme". Por el camino venía un grupo de militares con camisa azul falangista, cuatro hombres armados de fusil y delante de ellos un sargento con pistola. Se detuvieron frente a la casa y el sargento gritó llamando al cabo de guardia. Cuando éste salió le dio órdenes de que sacara a los presos. Desde el árbol Manuel vio al Rubio alejándose corriendo por el sendero de detrás de la casa. Subió un par de ramas más alto. Los presos salieron harapientos, magullados con las manos y pies atados. Eran ocho y apenas se tenían de pie. El sargento les gritó que ya era hora de que trabajasen, que eran unos vagos y que iban a cavar para hacer un pozo. Les condujo hasta debajo del olmo y mandó al cabo de guardia que trajera picos y palas, y a uno de los soldados que les desatara las manos mientras los demás les apuntaban con sus fusiles. El preso alto con gafas tenía las manos atadas con un pañuelo verde: "¿Puedo quedármelo?" pidió. El soldado no se lo negó y el preso se lo guardó después de doblarlo con cuidado en un bolsillo. Estuvieron cavando alrededor de una hora cuando, el sargento, que había estado en la casa, volvió y dijo que ya bastaba. Les quitaron las herramientas y les ordenaron que se pusieran en fila al borde de la zanja que habían abierto para volver a atarles las manos. Así lo hicieron. Les mandó que dieran media vuelta y pusieran las manos atrás. Mediante gestos les indicó a los cuatro soldados y al cabo que cargasen y apuntasen. Él mismo empuñó su pistola y gritó “¡Fuego!”. Cuatro de las presos cayeron a plomo cosidos a balazos. “¡Fuego a discreción!”. Los otros cuatro fueron cayendo uno a uno. “¡Alto!”. En la copa Manuel tuvo que morder una rama para no gritar de terror. Notó que había mojado los pantalones. Desde arriba veía los cuerpos de los presos. Algunos se movían y se oían quejidos. El de gafas con tres heridas sangrándole en el pecho sacó del bolsillo superior de la chaqueta una cajita metálica y la apretó fuerte entre las manos. Miró hacia arriba y sus ojos se cruzaron con los de Manuel. Los soldados se acercaron y, siguiendo órdenes del sargento, fueron rematándolos. Luego los enterraron con la tierra que sus ellos mismos habían extraído. Se acercaron a la casa y la prendieron fuego. Manuel esperó a que estuvieran lejos para bajar. Las piernas no le respondían así que tuvo que colgarse de las manos y dejarse caer justo encima de la tierra removida. Llegado a este punto final de la historia Manuel saca su pañuelo y se suena recordando que gracias a que la tierra estaba blanda no se rompió una pierna. Mi padre estaba convencido de que el preso de gafas y pañuelo verde era mi abuelo. Tenía toda la información apuntada al dictado de mi abuela en un cuadernito azul. -- ¡Aquí hay algo! Los dos antropólogos se agacharon para examinar lo encontrado. Conversaron entre ellos y decidieron acotar una zona de unos diez metros de diámetro. Nos indicaron que les llevaría como mínimo todo el día. Todos los familiares nos apartamos un poco y nos pusimos al abrigo de los dos muros en pie de las ruinas de la casa a unos cincuenta metros. Al cabo de unas horas nos llamaron. Entonces pudimos ver los restos de ocho cuerpos. "Habrá que recurrir al ADN para verificar la identidad de cada uno." Nos dijo el jefe de la excavación. "¡Un momento!", nos gritó uno de los antropólogos cuando ya nos alejábamos. Nos dijo que había encontrado una caja metálica, que parecía una funda de gafas, entre las manos de uno de los cadáveres. Miré a mi padre. Se había quedado pálido. “Sí. Mi abuelo llevaba gafas.” Respondí por él. La búsqueda había terminado. La funda de gafas era como la describía mi abuela. Se la di a mi padre que tuvo que sentarse para cogerla. Le abracé y nos quedamos durante unos segundos mirándola sin atrevernos a abrirla. La abrí y nos sorprendió ver un papel doblado milagrosamente bien conservado. Desde entonces lo he leído cientos de veces.
"La lluvia de este maldito otoño no cesa. Sé que al atardecer vendrán por mí, pero no tengo miedo. ¡Qué ironía! Me ataron las muñecas con el pañuelo que me regalaste por San Juan el año pasado. En este sótano húmedo y frío me siento como un náufrago... El alivio de verte partir hacia una zona segura con nuestro hijo en tus entrañas me ha dejado sin fuerzas. Esta noche todo se acabará, pero mirando al enorme árbol tras las rejas, el alma se me duerme como al son de una nana.
Duerme hijo mío que el sol se escapa. Duerme mi cielo que la luna te tapa. Adiós amor mío.
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