Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

jueves, abril 20, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

SAN QUIRINO. Jaime de Nepas

SAN QUIRINO
Día cuatro de junio, san Quirino. Hoy hemos estado en la romería de la ermita de la virgen de los Santos, una concordia de hace siglos que reúne a los pueblos de Rebollar, Matallanas y Valdeazul. Cuatro de junio, la misma fecha de la romería de mil novecientos treinta y ocho, en la que estuve con unos pocos días de permiso. Mi hermano Benito no logró el pase, metida como estaba su compañía en avanzar hacia el mar, en cruzar el Ebro y llegar a Castellón para partir en dos al ejército republicano y aislar a Cataluña. El Quirino sí tuvo permiso, y el Demetrio también. Y tres de Almazán, que vinieron a nuestra aldea para comprar huevos y se quedaron al baile. El Quirino subastó el pendón en quince pesetas, lo llevó descalzo hasta el valle de la ermita y lo paseó alegre en la procesión con la tela completamente desplegada. Aquel día cumplió veintitrés años, era de la misma quinta que mi hermano. El Quirino ya no cumplió más, cayó de un morterazo en la Ciudad Universitaria de Madrid. El Demetrio, que había subastado el Ramo, adornado con hojas, rollos y naranjas, tampoco volvió: murió de una pulmonía por el frente de Huesca. Mi madre, que había sido romera los cuarenta y nueve años que tenía, tampoco regresó jamás a la ermita, y eso que vivió otros cincuenta. Aquel día estuvo nublado de la mañana a la noche. Cuando sacamos de la iglesia la imagen y las insignias vimos en el suelo que había llovido algo. Mi hermano Benito, siempre inclinado a la melancolía, habría dicho que el agua pequeña y gris mojaba las acacias, los cantos y las malvas del atrio; que por encima de los tejados húmedos se veía a lo lejos la niebla triste y racheada que subía envuelta en misterio por los bosques de encinas de las riberas del Duero. Los demás, en cambio, movíamos la cabeza temerosos de que otra vez, como en días anteriores, el agua se fuera río arriba y no cayera en nuestros campos, que tanto la necesitaban. Don Sotero, el cura, echó un vistazo arriba y concluyó que “está de llover; a ver si Nuestra Señora da un empujoncito”. La caravana de romeros enseguida se puso en marcha, y el camino se llenó de gentes que iban andando, en mula o sentados en los carros, cuyas ruedas empezaban a marcarse en el camino. Mi madre se empeñó en ir detrás de la imagen de la virgen, que portaban por turno las mujeres agarrando los cuatro banzos. “Ella delante, abriendo camino”, me dijo mi madre desde encima de la mula. Yo llevaba el ramal porque mi madre no quería montar sola desde que siendo joven se le desnucó una hermana al caer de espaldas tras quedarse dormida encima de la caballería, y no podía ir a pie porque sufría entonces mucho del reuma. Mi padre, como era alcalde, iba por delante con otros concejales y vecinos. El Quirino nos adelantó a buen paso, descalzo y con el pendón al hombro. La virgen llevaba un manto muy largo, blanco con bordados de oro, eso decían, de oro, y en cada banzo una mujer de negro, con sayas y medias negras; con blusa, toquilla y pañuelo a la cabeza del mismo color. La mayoría de las mujeres vestían así entonces desde la cuarentena, como si a partir de una fecha se declararan en luto permanente. A mitad de camino, cuando iniciábamos el descenso hacia la hondonada donde en la ladera contraria está la pequeña iglesia, se encapotó el cielo y empezó a llover mansamente, sin truenos, como si se dispusiera a estar así todo el día. María Barrena, una mujerona que llevaba el banzo izquierdo delantero, hizo una señal a las demás y bajaron la peana al suelo. Luego les pidió que le hicieran un corro y allí mismo se quitó una de las dos o tres sayas que llevaba puestas y se la colocó a la virgen sin quitarle la corona de hojalata dorada. Mi tío Felipe se desprendió de su chaqueta y se la dio a las mujeres, mi madre me alargó una manta de cuadros, y como aquellas mujeres llevaban siempre imperdibles prendidos en la ropa enseguida hilvanaron con varios de ellos una sobrecapa negra y parda. La saya de la Barrena estaba arriba y dejaba asomar un poco la cara pálida de la virgen. Parecía una luna llena en mitad de la noche, como diría mi hermano. Arreció la lluvia y bajé a mi madre de la mula. La plataforma de la imagen la pudimos colocar a modo de tejado entre las ramas de dos robles y allí se cobijaron varias mujeres, apretadas unas con otras. Lo mismo hicieron bajo los carros otros caminantes. Yo me arropé con la otra manta que llevábamos para tenderla en el suelo a la hora de comer y esperamos todos a que descampara. La lluvia nos alegraba por un lado, venía bien para los trigos, las avenas y las cebadas, pero por otro deslucía la fiesta. Porque aquello era una fiesta, ¡una vez al año! No había jóvenes, salvo alguno de permiso, porque en la guerra estaban todos aquellos comprendidos entre los diecinueve y los treinta y dos, ya había muerto el Cecilio en el frente de Guadalajara, pero ya iban casi dos años de guerra y a todo se acostumbra uno: sonará la música de gaita y tamboril, subirán los cohetes y los chicos correrán a por las varillas; los matrimonios se pondrán a bailar, como los quincenos, y a las mozas nunca les importa bailar entre ellas si no median varones. Viendo aquella escena rodeada del campo verde, de los olmos centenarios que cercaban la ermita, del hermoso robledal que llenaba la ladera – y que se quemó entero hace pocos años-, oyendo el graznido de los pájaros exóticos que anidan en aquella serranía: alcotanes, mochuelos, palomas torcaces, picos y verderones nadie diría que estábamos en guerra.Con la manta sobre la cabeza y cerrada con una mano sobre mi cara vi que la capa de la virgen estaba empapada, y que a los dos lagrimones oscuros que tenía siempre en las mejillas se unían ahora las gotas permanentes que resbalaban desde la saya. El agua seguía cayendo apaciblemente, hacía chop, chop sobre el trigo contiguo, mojando las hojas verdes, penetrando contenta hasta las raíces sedientas. Recuerdo muy bien que pensé: hay que ver cuando llueve lo bien repartida que cae el agua. Y sin saber por qué me vino a la cabeza entonces el día en que ambos coincidimos en el pueblo el marzo anterior. Mi hermano tenía dos semanas de permiso tras aprobar el curso de sargento provisional, y yo tenía cuatro o cinco días después de mi peripecia con el reuma. Me dio un ataque tan fuerte estando en el depósito de víveres de Huesca que no me podía mover. Si esto me pasa cuando tengo veinticinco años, qué no me pasará a los cincuenta, pensé, debe ser herencia de mi madre. Me llevaron a Vitoria, de allí a Bilbao, donde me embarcaron por todo el Cantábrico (vomitando incluso lo que no había comido) hasta Tuy. En cuanto pisé tierra empecé a mejorar. Recuerdo que pasamos a Portugal, a Valença do Miño, a ver su famoso mercado callejero, y que uno de mis compañeros preguntó en voz alta, “Y si nos quedamos aquí, ¿qué?”, pero no nos atrevimos. Me dieron el alta y unos días de permiso, y la víspera de incorporarme al cuartel llegó mi hermano. Cuando mi madre nos vio juntos a los dos, aunque sólo fue un día, casi iba dando saltos por la casa. A mi hermano lo animé yo para que hiciera el curso. Él estaba en Infantería desde que llamaron a su quinta, todo el día en el frente, todos los días en peligro. “Mira, le decía por carta, si el curso dura dos o tres meses, ese es un tiempo que te libras del frente”. “¿Sabes lo que dicen por aquí?”, me contestó, “sargento provisional, cadáver efectivo”. Al final lo convencí, lo hice con la mejor intención, pero el tiro me salió por la culata. Suspendió el curso en Tafalla, pero lo aprobó en Jerez. Le dieron aquellas dos semanas y coincidimos un día, mejor dicho, una sola tarde, porque la mañana me la pasé labrando. Después de comer, Benito sugirió que nos diéramos un paseo por el campo. Mi hermano Bienve, con sus diecisiete años, me sucedió en la labranza. Benito siempre tenía serio el semblante, como si fuera una estatua. Aquel día le vi la cara devastada por quinientos días de refriegas y desolaciones. “Vamos de un sitio a otro, sin parar; antes aún teníamos descansos o estábamos en avanzadillas de observación, sin gran peligro, pero llevamos muchos meses que la guerra se ha endurecido. Atacamos un cerro, un río, un pueblo, y en cuanto lo ganamos o no podemos con él nos montan en camiones y nos llevan a otro frente. La columna móvil de este carnicero que se llama García Valiño no para, y cada día que pasa nos meten más prisa para matar. Pero claro, los de enfrente hacen lo mismo, así que cualquier día…”. Así terminaban la mayoría de sus cartas: cualquier día…A mi hermano le gustaba mucho el campo. Fue a la escuela, como todos nosotros, hasta los catorce años, pero hizo de zagal de pastor desde que era un crío. Le gustaba el pastoreo, se le daba bien ese trabajo, y como para la labor de agricultor ya estábamos otros hermanos, poco después de terminar la escuela se hizo cargo de nuestro rebaño y nos ahorramos el sueldo de pastor. Se conocía mejor que nadie el término municipal; distinguía, por supuesto, las enfermedades de las ovejas, sabía entablillar una pata rota, y no marraba nunca quién era la madre de un cordero perdido. Sabía dónde estaban los mejores pastos, y había pocos pastores en el pueblo cuyos corderos dieran en la báscula mayor peso que los de mi hermano. Estaba contento con su rebaño, y nosotros estábamos contentos con él. Y dibujaba muy bien. Llevaba siempre en el morral un cuaderno de rayas y un lápiz corto, y como tenía tanto tiempo, hacía paisajes copiados del natural que nos enseñaba y que reconocíamos en la mayoría de los casos. Hablamos poco aquella tarde. Le pregunté por Erote, una chica con la que tonteaba. “Sí, alguna carta nos hemos escrito”. “¿Y con Felisa?”. “Pues también”, contestó. Hablaba poco. Yo creo que con quien más hablaba era consigo mismo. Claro, todos los días del año sólo por el campo, ¿con quién iba a hablar?, pero todo hay que decirlo: hay otros pastores que son unos charlatanes. Benito era callado desde crío, con los ojos grandes mirándote fijamente, como si tuviera necesidad de engancharse a ti o como si no tuviera ninguna prisa por escucharte, por empaparse de lo que le decías, que seguro que eran tonterías. Y, además del cuaderno y el lápiz corto, llevaba siempre en el morral un libro, uno de la media docena que había en casa: un Quijote de hojas delgaditas casi transparentes y retorcidas en las esquinas, unos teatros de don Jacinto Benavente y otros de don José de Echegaray, un libro gordo de poesías de no sé quién y una obra teatral llamada Un alto en el camino, cuyo autor era don Julián Sánchez Prieto, al que llamaban el Pastor Poeta, un drama rural que mozos y mozas del pueblo llegaron a representar tres o cuatro años atrás bajo la dirección de don Antonio Garijo, el mejor maestro que ha pasado por aquí. Mi hermano se aprendió el libreto entero, o casi. Primero memorizó, antes que ella, el papel que le dieron a mi hermana mayor, y luego, uno detrás de otro, los demás, de tanto oírlos en los ensayos que hicieron por la noche durante no sé cuántas semanas de un invierno. A cualquier hora nos recitaba los versos, y en esos casos, él, tan serio siempre, tan impenetrable, se volvía de barro blando o de cristal y se transformaba en tal o cual personaje, cambiando la voz y los gestos con gran naturalidad, ya fuera hombre o mujer. Cuando uno de los actores no pudo continuar porque una mula le partió la cara de una coz, el maestro, conocedor de la afición de mi hermano, le dio el papel. Le pintaron con tizón un buen bigotazo, le colgaron el zurrón y la escopeta e hizo divinamente de cazador, un personaje que en la comedia se llamaba Tomiza. Fue muy aplaudido por el público, también los demás. Representaron cuatro veces la comedia, vino gente de otros pueblos cercanos y mi hermano tenía aquellos días una sonrisa tan franca como no se la volví a ver jamás. De ahí en adelante, muchos vecinos del pueblo le llamaban Tomiza y no Benito. Aquella tarde, la del paseo de marzo, digo, era fría. El sembrado tardío y el temprano apenas despuntaban de la tierra. Decían los viejos que en invierno el cereal crece hacia abajo, que con tantos hielos no se atreve a sobresalir, que se dedica a enraizar para que cuando el tallo sea más largo al final de la primavera tenga una buena base y aguante el empuje de los vientos. Benito y yo íbamos con capote grueso y la capucha sobre la cabeza. “De lejos debemos parecer una pareja de la guardia civil”, dijo mi hermano, y añadió, “o dos nazarenos buscando semana santa”. Se giró hacia mí y nos quedamos quietos en mitad del camino, en el centro del campo y del mundo, sin nadie a nuestro alrededor. Me puso una mano en el hombro y me dijo: “si causo baja me traes aquí, a nuestro pueblo”. “Lo mismo digo”, le contesté tragando saliva, y seguimos andando en silencio. Causar baja, ese era el lenguaje de los jefes, del que nos contagiábamos los soldados: nunca hablar de heridos, menos de muertos, sólo bajas, enmascarar la muerte con una palabra de varios significados, o limitarse a poner una equis en un cuaderno al lado de un nombre y su apellido. “Mira esos cerros viejos, ondulados y olorosos”, señaló de pronto con una mano, como si los estuviera dibujando o acariciando, “mira qué suavidad pone la naturaleza en los colores, cómo pasa poco a poco del pardo de la tierra al gris de los tomillos; mira cómo aquel barbecho empieza en granate, sigue en marrón y acaba blanquecino en el teso; mira cuánta variedad de verdes en sembrados y ribazos, mira cómo ríe el agua de este regato al pasar por los cantos”. Cosas así veía mi hermano donde cualquiera no veía más que un sembrado pobre cerca de un cerro más pobre aún. “Qué culpa tendrán estos campos, estos y otros como estos, para que las bombas de la aviación, las piezas de artillería o el paso de un Cuerpo de Ejército los reviente, los aplaste y los deforme; qué culpa tendrán estos arroyos para que sus aguas claras las enturbie la sangre de la guerra. Cómo me gustaría coger nuestro rebaño y quedarme por aquí para no volver a vestir piojos ni calzar desolladuras, para no trepar matorrales, para no dormir intemperies ni comer miedo, para no matar cada día más deprisa, para no matar…” Regresamos al pueblo y al día siguiente nos dimos un abrazo y nos despedimos. Ya no lo volví a ver.Yo me incorporé a Intendencia, en Zaragoza, y él, unos cuantos días después, a su regimiento, que estaba en la provincia de Teruel buscando la salida al Mediterráneo. Recuerdo que recibí carta suya fechada el diez de mayo, anunciándome que me enviaba doscientas pesetas. Le contesté a vuelta de correo que había llegado la carta pero no el dinero, y que yo a mi vez le mandaba un paquete con un par de alpargatas de cáñamo, una tabla de chocolate y un pañuelo de seda para que se protegiera la garganta del frior de los rocíos y las nieblas. Pasaban los días y como no recibía carta subí a Frentes y Hospitales, más arriba de la plaza de Aragón de Zaragoza, subí dos o tres veces, pero mi hermano no figuraba ni en las listas de heridos ni en la de los fallecidos. Con el pequeño permiso en el bolsillo me fui a la fiesta de la Ermita convencido de que mi hermano se había descuidado otra vez y se retrasaba más de la cuenta debido a sus despistes. “Dile cuando lo veas que nos escriba más a menudo, que nos tiene en vilo”, me ordenó mi madre con el tono de quien cree que en la guerra estábamos todos juntos, en un puñado. “Se lo repito en cada carta, madre, pero ya sabe usted cómo es”. Ensimismado en estos recuerdos no me di cuenta de que la lluvia se apagaba, que las gotas dejaban de chapotear en el suelo. Las mujeres que estaban bajo la virgen empezaron a meter prisa para ver si llegábamos pronto a la ermita. Desenredamos los banzos de los chaparros, subí a mi madre a la mula, y poco a poco la caravana se puso otra vez en marcha. Por el sur se abrían ventanas de cielo azul, pero las nubes seguían a vuelo bajo y de color morado. Empezamos a oír el bandeo alegre de las dos campanas y vimos el humo del fuego que habían preparado los monaguillos para alimentar con ascuas el incensario. Un cohete subió hasta muy alto y dejó en el aire tres estampidos. Y otro y otros dos más casi a la vez. Mi novia Julia pasó deprisa a mi lado junto a sus amigas y me sonrió. Aquella risa borró la lluvia y la guerra, y me trajo el deseo de bailar con ella, de abrazarla y darle mil besos. Olía a pólvora y a tierra mojada cuando llegamos a la bulliciosa pradera llena de gente. “Olía a fiesta, a esperanza, a ganas de olvidar”, quizás habría dicho mi hermano. Cogí las alforjas y las mantas, até la mula al tronco de un fresno y fui a depositarlas en el suelo de la sacristía, en el mismo rincón donde estaban las de nuestro pueblo. Mi madre sacó tres velas y me pidió que la acompañara a encenderlas en el hachero. Me detuve en la pared derecha junto al altar, donde colgaban sucios y amontonados los exvotos que ofrendaba la gente a la virgen de los Santos muchos años atrás: trenzas de pelo deshilachado, manojos de cabellos atados con cintas descoloridas, una muleta tosca de madera, tablillas carcomidas, una pierna infantil de cera de la que pendía la foto amarillenta de una niña asustada, una sábana de amortajar con los pliegues polvorientos y apolillados…”Nada, superstición, brujería, ignorancia”, dijo mi hermano el año pasado con ganas de tirar todos los colgajos. “¿Para qué tres velas?”, le pregunté a mi madre. “Coña, ¿para qué van a ser? Una para ti y otra para Benito, a ver si volvéis con bien, y ésta para que no se me lleven al muchacho. Ya está bien con que le quiten dos hijos a una madre para llevárselos a esa maldita guerra”. “Si es por eso -dije yo- puede ahorrarse una porque Franco ha sacado una ordenanza que dice que si tres hermanos son llamados a filas, uno de ellos, el que quiera la familia, tiene derecho a quedarse en casa, y Benito y yo ya hemos decidido que si llaman al Bienve sea él quien se quede en casa, que nosotros dos ya estamos curtidos”. “Ese Franco ya se podía haber quedado en su casa, rediós, en vez de armar este alboroto”, respondió mi madre. Encendimos las velas unas con otras, las pusimos en uno de los varios escalones que tenía el candelero y nos quedamos a rezar junto a otras madres. Se oía el bisbiseo de los labios, parpadeaban las llamas amarillas y resbalaban las lágrimas de cera hasta caer en el suelo o en la madera formando montañitas. Un mirlo se coló por el roto de una ventana, cruzó la nave dos veces alocadamente, buscando salida, y se estrelló contra el cristal de la de enfrente cayendo a plomo como si hubiera recibido una perdigonada. Tras rebotar en el suelo, palpitó tres veces y se quedó tieso con las patas hacia arriba. Uno de los monaguillos le puso los dedos bajo el cuello y tras comprobar que estaba muerto lo arrojó a unas zarzas. Yo miré fijamente a las llamas y me pareció ver a mi hermano corriendo por las calles de un pueblo con el fusil en las manos, calada la bayoneta, refugiándose puerta a puerta, disparando de vez en cuando. Me dolían las rodillas, así que le hice un gesto a mi madre y salí al exterior a quitarme el olor empalagoso de las velas, a buscar a Julia. Antes de juntarme con ella vi por la ladera de los robles que el cartero se acercaba a lomos de su mula negra; venían cansinos, como si no quisieran llegar, como si desearan prolongar el tiempo, como si no quisieran dar la noticia. El cartero buscó a mi padre, que saludaba a los otros dos alcaldes, se bajó de la mula ya sin su boina y le dio la carta. Antes de que a mi padre se le doblaran las piernas y lo tuvieran que sujetar entre los demás ya me temblaban a mí, ya estuve seguro de por qué Benito no escribía, ya supe que esta vez no era un despiste. Mi padre me buscó con la mirada mientras los otros alcaldes hablaban con un mozalbete, que salió corriendo hacia el campanario. Mi padre vino con la carta al final de un brazo exánime, me dio un abrazo en silencio y nos fuimos a la ermita a buscar a mi madre. La noticia se extendió por el prado, cesó la música y la gente nos hizo un pasillo; los hombres se quitaban la boina a nuestro paso, las mujeres se persignaban, las campanas cambiaron el rápido volteo por el lento toque del clamor. Al día siguiente me fui a Zaragoza a pedir permiso a mis jefes para ir al Hospital de Teruel. Allí me informaron que Benito había sido herido por la metralla de una bomba el veintisiete de mayo, entre Mora de Rubielos y Rubielos de Mora y que había fallecido al día siguiente. Reza que te reza mi madre por él a la virgen de los Santos para que volviera sano y llevaba ocho días muerto. Mi madre no volvió jamás a la Ermita. También me dijeron dónde estaba enterrado: fila tal, tumba número cual del cementerio. Sacamos la caja, la descubrimos, ¡pobrecillo, qué delgado se había quedado!, lo metieron en una de cinc bien lacrada y en un taxi alquilado me lo llevé al pueblo. En su tumba pusimos, veinticinco y cincuenta años después, los restos de mi padre y de mi madre. Los tres juntos. Me cuesta decirlo, pero que nos esperen muchos años.San Quirino, sí, cuatro de junio, como hoy, que ha estado amenazando de lluvia todos el día pero no ha caído ni una gota. Cada vez llueve menos. Había muy poca gente, esto se acaba. ¡Claro!, ¿cómo va a haber si en Rebollar quedan tres vecinos, cinco en Matallanas y catorce en Valdeazul? Algún emigrante ha venido a la fiesta, mejor dicho: hijos o nietos de los que se fueron hace cuarenta o cincuenta años. Poca cosa, no hay música porque cuesta mucho dinero y nadie la aprovechaba últimamente para bailar; tampoco hay cohetes, ignoro el porqué; no viene el confitero con sus cajas de madera en la mula para vender barquillos, caramelos y petardos; murió ya, y no tuvo sustituto, aquel hombre que venía con su carrito de helados, como murieron un día por la grafiosis los olmos tremendos que protegían el templo. La fiesta parecía hoy un palomar sin palomas, un árbol desnudo. Como diría mi hermano, cualquier día…
Desenredamos los banzos de los chaparros, subí a mi madre a la mula, y poco a poco la caravana se puso otra vez en marcha. Por el sur se abrían ventanas de cielo azul, pero las nubes seguían a vuelo bajo y de color morado. Empezamos a oír el bandeo alegre de las dos campanas y vimos el humo del fuego que habían preparado los monaguillos para alimentar con ascuas el incensario. Un cohete subió hasta muy alto y dejó en el aire tres estampidos.