Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

domingo, abril 16, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Amadeus aparecido. José Vicente Aracil.

Yo andaba en mitad de la adolescencia cuando una tarde de abril me encontré con Mozart. Él vestía una camisa blanca con los botones a punto de reventar bajo la presión curvilínea de una barriga cervecera, un pantalón gris y unos zapatos de charol brillantes. El pelo era ralo y negro y lo llevaba pegado al cráneo con brillantina. Un bigote fino le cubría el labio superior. Apenas medía un metro cincuenta y sostenía unos platillos de orquesta debajo del brazo. Yo estaba sentado en uno de los bancos de piedras de un jardincillo, perdido dentro de mí. En aquella época de mi vida solía refugiarme con frecuencia en aquel jardincillo de árboles desmesurados. Tenía la cabeza llena de laberintos que devoraban la mayor parte de mi tiempo y siempre me devolvían al mismo lugar del que partía. Y no sé si coincidió que salía de uno de esos laberintos o fu él quien me sacó. El caso es que lo vi pasar por la acera que bordeaba el jardincillo, y enseguida supe que era Mozart. Toda su música vibró dentro de mí, como si llovieran acordes y contrapuntos y la tierra temblara de alegría. Me levanté y me puse a seguirlo. Según avanzaba tras él, las calles se fueron llenando de gente, y tuve miedo de perderlo. Así que poco a poco me fui acercando cada vez más. Estaba realmente nervioso, pero quién no lo estaría teniendo tan cerca al auténtico Mozart, al genio más grande que nos ha dado la música. Cualquiera que se hubiera puesto a mi lado, apenas sin esforzarse, habría podido escuchar con claridad los latidos de mi corazón. Y como cada vez que siento que me envuelve ese estado de ansiedad, mi cabeza comenzó a poner en práctica todas sus artimañas para que desistiera de mis propósitos. Primero pensé que Mozart sabía que lo estaba siguiendo, y que iba a dejar que lo siguiera, sin hacer nada para ocultarse, y que llegaría un momento, él sabría esperar ese momento, en el que se volvería y mirándome muy fijamente a los ojos me diría: ¡¿Qué es lo que quieres de mí?! Y lo diría gritando coléricamente. Y yo no sabría que decirle. Así que decidí que debía tener las preguntas preparadas y bien memorizabas por si sucedía algo parecido a lo que acababa de pensar. Y pensé que primero le tendría que hacer las preguntas más importantes, e iría dejando lo banal para luego, por si se cansaba de mí, por si desaparecía de pronto de la misma forma en que había aparecido. Así pues, la primera pregunta tendría que ser crucial; la más importante de todas, la que no me perdonaría nunca no haberle preguntado. Pensé que lo mejor sería preguntarle sobre los datos dudosos de su biografía. Cosas como: ¿Fue a los cuatro o a los seis años cuando compuso su primera obras? O: ¿Había terminado por completo el Réquiem cuando murió? O: ¿Sabe si fue Salguieri su asesino? Sin embargo, después de pensar en estas cosas tan históricamente importantes, pensé que aquello al fin y al cabo no eran más que datos, y en la importancia relativa de cambiar alguno de ellos. No; eso no era lo que me interesaba de Mozart, lo que no me perdonaría nunca no haberle preguntado... Tan absorto estaba en aquellos pensamientos que de poco lo pierdo. Se metió entre callejuelas cada vez más atestadas de gente y cuando me quise dar cuenta ya no lo veía. Tuve que correr y apartar a unos y a otros para localizarlo. Y fue una ardua tarea, sobre todo debido a su escasa estatura, que hacía que desapareciera una y otra vez entre la gente. Cuando me quise dar cuenta habíamos llegado a la plaza de la iglesia. La plaza estaba llena de músicos, todos vestidos con las mismas ropas que llevaba Mozart. Cada uno cargaba con un instrumento diferente. Algunos ensayaban melodías en solitario, otros conversaban entre sí, otros fumaban. Mozart se perdió entre ellos pero no habló con nadie. Se quedó callado y de pie con los platillos debajo del brazo. Mirando el vacío, que a veces era ocupado por un clarinete, o por una camisa blanca, o por una partitura, o a veces era solo vacío. Estaba claro como el agua, Mozart no conocía a nadie y nadie lo conocía a él. Solo yo sabía quién se escondía entre todos aquellos músicos, quién se refugiaba en el interior de aquel cuerpo poco agraciado. Pero no dije nada, me limité a seguir espiándolo, a contrastar su transparencia entre la multitud, la ignorancia que esta le profesaba. ¡Dios mío, aquel hombre era Wolfgang Amadeus Mozart! Y yo no podía gritarlo. No podía decir: ¡Arrodillaos todos: es Él! Entonces me miró por primera vez, y me di cuenta de que se me habían olvidado todas las preguntas. De repente los músicos comenzaron a agruparse en formación, y Cristo Crucificado comenzó a asomarse por la puerta de la iglesia. Mozart ocupó la primera fila, junto a los demás instrumentos de percusión. Todos llevaban partituras menos él. Sonreí: era capaz de reproducir todo un concierto con solo escucharlo una vez. ¿Iba a necesitar una partitura para tocar unos platillos en una procesión? La sonrisa se me transformó en carcajada. La gente que me rodeaba comenzó a mirarme igual que si hubiera enloquecido. Así que volví a endurecer mi rostro, a cubrirlo de seriedad. Luego la música comenzó a tocar, los músicos caminaban llevando todos el mismo paso, el Cristo Crucificado salió definitivamente de la iglesia, y muy lentamente, la procesión se fue perdiendo Calle Mayor abajo. Escuché un par de veces el sonido de los platillos flotando en el aire, perdiéndose luego sus ecos dentro de mí. Intenté seguirlos, pero era tanta la gente que se acumulaba en la plaza que me fue imposible. Él se alejaba para siempre, y yo no había aprovechado mi oportunidad. Decidí que lo mejor era dar un rodeo entre las callejuelas adyacentes para volver a salir a su encuentro. También hubiera podido quedarme allí mismo y esperar a que regresara a la iglesia, pero estaba demasiado excitado como para permanecer varado en la plaza durante todo ese tiempo sin hacer nada. Así que me decidí por la primera opción. Conseguí escapar de la gente, corrí por entre las callejuelas, y cuando salí a donde pensaba reencontrarme con él. No vi a nadie. Pensé que me debía haber equivocado y volví a callejear. Pero fue inútil. Había perdido al Cristo de la Cruz, había perdido a Mozart, a la procesión; ni siquiera se oía la música por ninguna parte. Las calles estaban vacías por completo. Como si la soledad –personificada en una mujer triste- hubiera tenido celos del mundo y me hubiera querido solo para ella. De pronto volvía a verme en el jardincillo de los laberintos. Me senté en el banco de piedra. Puse mis codos sobre mis piernas, mi cabeza sobre mis manos. Y entonces vi a Mozart caminado por la acera que bordeaba el jardincillo, llevaba la misma ropa, el mismo peinado, los mismo platillos bajo el brazo. Caminaba en la dirección contraria a la que llevaba la primera vez que lo vi. Se paró delante de mí, sacó un cigarrillo, y se palpó los bolsillos buscando. Luego me miró y me preguntó si yo tenía fuego. Mientras le encendía el cigarrillo, pensé en preguntarle qué sentía cuando la música se despertaba y fluía dentro de él, cuando las armonías se arremolinaban dentro de su cabeza, lo atropellaban de camino a las alturas y pateaban su barriga abultada exigiéndole nacer. Pero no lo hice. Mozart me dio las gracias, dio una calada profunda, y se perdió camino abajo entre una nube de humo.