Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

jueves, abril 13, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Granada. Rubén Bort

No sé si será cierto el detalle que sobre el origen de las tapas me refirió mi madre hace tiempo, según el cual, cuando llegaba la calor (que por mayo era, por mayo, cuando los trigos encañan), los mesoneros andaluces tapaban, de ahí el nombre de tapa, la boca del vaso de vino o cerveza con una loncha de jamón o de queso para evitar que entraran calandrias o ruiseñores sedientos. Lo que no es leyenda es que en los bares de Granada pides una caña y sin preguntar te arrean un tapón: un pincho con patatas fritas y aceitunas; bocadillitos de jamón o de chorizo; huevos rellenos y papas; alcachofas con anchoas; rebanadas de pan con aceite y queso; una ración de arroz al horno... y te cobran sólo la caña, un euro o uno con veinte, según los sitios. No es mentira, no, con dos o tres euros comes o cenas.

Es domingo de ramos, y no hay nadie en la casa que habito hace hoy tres días –ni en dos kilómetros a la redonda, me parece–. Supongo que mis dos compañeros, que todavía no conozco, llegarán a partir de mañana. Según me contó el dueño, uno de ellos es de Cádiz y el otro de Málaga, y pasan allí los fines de semana; ambos tienen más o menos mi edad, y son estudiantes de posgrado, uno de económicas y el otro de ingeniería industrial. Salimos a 200 euros. No pude encontrar algo para mí solo que no pasara del límite que me puedo permitir pagar, al menos hasta dentro de un año y cuatro meses, cuando venza la última letra del coche. La casa, que es parte de una urbanización de adosados a cinco minutos de lo que será mi trabajo a partir del martes, no tiene ni un año de edad y no le falta de nada. Todas las estancias son amplias, luminosas, y están perfectamente amuebladas y equipadas. Hay una puerta trasera que da acceso a un patio y al garaje. Realmente fue un golpe de suerte encontrarla, no nos engañemos. Aquí, en pleno curso como estamos, hay más estudiantes que estudios, apartamentos y habitaciones.

Llevaba cuatro días de inmobiliaria en inmobiliaria, de decepción en decepción, con los pies llenos de ampollas y la cabeza echando humo, cuando decidí prescindir de intermediarios y darme una vuelta por las facultades, que hay muchas. En todas ellas –excepto en la de teología, donde sólo había silencio, carteles religiosos, y una conserje muy risueña que me dijo que no cuando le pregunté si había alguna habitación para mí sin obligación por mi parte a profesar voto alguno– tomé nota de los teléfonos que venían en algunos anuncios colgados en los tablones, en los que se buscaba chic@ para compartir piso, y después empecé a llamar uno por uno. No conseguí nada, porque las pocas habitaciones que quedaban libres y que pude ver me produjeron depresión. Agotada esa vía, compré un periódico local especializado en anuncios particulares y marqué unos cuantos números. Había ofertas interesantes en los pueblos de alrededor, La Zubia, Monachil, Armilla, Huetor Vega, pueblos que no están a más de diez minutos en coche. Recordé con júbilo una cosa misteriosa que me había dicho un empleado de una inmobiliaria: “Para los de Granada todo está lejos, una distancia de cinco kilómetros es como si fuera de cincuenta”. Cogí autobuses, visité esos pueblos, y comprendí con pesadumbre la razón elemental, querido Watson, por la que para los de Granada todo está lejos, y cinco kilómetros valen por cincuenta: los atascos. A la vuelta, me tomé una caña y unas patatas a lo pobre con boquerones en vinagre y me presenté en la Junta de Andalucía para informarme acerca de las ayudas al alquiler para jóvenes; las hay, hasta el cuarenta por ciento, pero me enumeraron tantos requisitos y me pusieron tantas trabas que pasé página inmediatamente. El último paso, antes de desfallecer, iba a ser poner mi propio anuncio en el mencionado periódico y en algunos sitios de internet, marcharme a casa –tenía el billete de vuelta para esa misma noche– y esperar a que alguien llamara. Hasta ahora han llamado tres, pero ya es tarde para ellos, porque en el último momento, cuando me dirigía a la pensión para recoger la maleta, reparé en que las papeleras, las farolas, y, sobre todo, las cabinas de teléfonos, estaban forradas de anuncios de gente que alquilaba habitaciones o buscaba compañer@ de piso: así di con esta casa, seminueva, luminosa, perfectamente amueblada, y a cinco minutos de lo que será mi trabajo a partir del martes. El dueño me contó que la compró para vivir él con su mujer, pero que, por otra parte, y por desgracia (por fortuna para mí), le salió mal un negocio; por eso ahora vive con sus suegros mientras le saca rentabilidad a la casa. De hecho, dijo que tiene previsto vivir aquí en cuanto salga del bache económico, en cuestión de año y medio (ya habré pagado el coche), de modo que le interesa que los inquilinos sean tranquilos como aseguró lo son mis compañeros, y que no le rompan nada. Por mí tampoco será. En mi nueva habitación, mientras escribo, suena la Danza Oriental, de Enrique Granados, pieza especial para mí que siempre, como las sintonías de Curro Jiménez, me ha hecho evocar, sin conocerla, esta tierra de leyendas.

Pero me dio tiempo a mirar, y lo primero que vi, al bajar de la estación, fue una hilera de naranjos flacos y altos, tarongers borts, como los llamamos en mi tierra (y como mi primer apellido), donde los naranjos son bajitos y gordos, como yo lo seré algún día, además de calvo... me colé en la primera pensión que encontré, al lado de ese mismo bulevar, cerca de la plaza de toros, pedí una habitación, descargué la maleta, me di una ducha, saqué “Cuentos de la Alhambra”, de Washington Irving, lo abrí al azar, tolle lege: “...doblaron el promontorio de la sierra, y dieron vista al famoso Puente de Pinos, que salva una impetuosa corriente, muchas veces teñida con sangre cristiana y musulmana. Para mayor confusión, la torre del puente se pobló de luces y brillaron en ella las armaduras. El renegado detuvo el caballo, se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor un momento; luego, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeó el río durante algún trecho y se adentró en sus aguas...”, salí a la calle, entré en un bar, me tomé un desayuno completo, hojeé un periódico, me fumé un cigarro, compré chicles, volví a la calle, me topé con una mujer malhumorada que arrastraba a su hijo de la mano y lo reprendía muy severamente porque llegaba tarde al colegio, tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida, deseosa de sí misma, respiré hondo, vi Sierra Nevada, desplegué el mapa del tesoro, busqué el Camino de Alfacar, donde se encuentra la Jefatura Provincial de Tráfico, y me dirigí hacia allí.

Ana, la que será mi jefa a partir del martes, me mostró las instalaciones y me presentó uno por uno a los más de cuarenta futuros compañeros que constituyen la plantilla. Yo estaba desconcertado y nervioso, y por momentos me arrepentía de todo. Lo único que recuerdo con claridad, a parte del nombre de Ana, que fue el primero que oí, es el de Sensi, a quien curiosamente no conocí porque es la interina que causa baja al incorporarme yo. Ana, después de presentarme, añadía: “Es el que viene en lugar de Sensi”.

Cuando salí de allí, volví a desplegar el mapa, busqué el Albaycín y el Sacromonte, pasé por La Cartuja, que estaba cerca, y caminé, y pregunté, y entré en inmobiliarias, y caminé, y caminé, y me tomé cañas con huevos rellenos, y subí al Albaycín, que es como subir a un naranjo altísimo y gordísimo con acné primaveral, un laberinto de casitas blancas como el azahar vestidas de verde y flores como si fueran mujeres que van de fiesta, y luego al Sacromonte, ¿cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre?, y crucé el Darro, y rodeé la Alhambra porque no tenía entrada, y pasé por el Realejo, y crucé el Genil...

Y, anocheciendo, volví a la pensión. Los días siguientes iban a estar marcados por el agotamiento y la confusión.

Danza Oriental