Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

sábado, marzo 11, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

También cuando bajo la persiana. Mi casa tiene forma de herradura en torno a un pequeño patio central, de forma que desde la ventana de la cocina veo la ventana de mi dormitorio e incluso, si soy rápida, soy capaz de captar la estela que dejo cuando paso de un cuarto a otro. Tengo fotos. Ambas ventanas están unidas por las cuerdas de tender, que son cuatro y —qué obviedad— paralelas (nunca se sabe dónde residen los detalles literarios). A veces, cuando las voy haciendo rodar para recoger la colada, me da por pensar si mi casa no será un inmenso corsé de cemento y cordeles, si esa introspección que me define no se habrá acabado adueñando de la estructura arquitectónica, cosiendo los muros con puntadas de nailon para que nunca se desmoronen. Aprovecho para decir que me fascinan los nudos marineros. Estábamos entonces en lo de las ventanas enfrentadas, que son parecidas pero no iguales: en la de la cocina no puse persiana, aunque llegué a planteármelo por aquello de la simetría; luego pensé que a santo de qué, si no soy simétrica en prácticamente nada —acaso en mi forma de querer—, así que resolví: persiana en el salón y persiana en mi dormitorio. Admito que también llegué a planteármelo por aquello del aislamiento térmico; soy friolera nata, muestro tendencia a la hibernación y ofrezco más de una vida por un hombre-termostato. Si nunca se sabe dónde residen los detalles literarios, para qué mencionar a los hombres-termostato. Así que por la noche, cuando me sorprenden las agujas y pego un brinco y cierro el libro haciendo volar las letras, voy bajando la persiana despacito —es duro, confirmar que se me ha escapado el día— y dudo en qué momento parar, como si bajarla del todo supusiera la muerte legal de otras veinticuatro horas y dejarla hasta arriba, completamente enrollada en su cajetín, equivaliera a encararse a la realidad, algo que termina por convertirnos, implacablemente, en deudores. Aprovecho para recordar hasta qué punto me inquietaba que al inclinar a la Nancy se le entornasen los párpados. En fin, que cuando el día ha muerto con toda su naturaleza y no queda más que aceptarlo agarro la correa y voy soltando amarras lentamente, claudicando en moviola; veo cómo la ventana de la cocina mengua poco a poco y con ella el runrún del frigorífico, esa media naranja muerta junto al exprimidor, mi remover el puré con afán de simetría. Entonces poso la persiana, ese párpado de láminas sobre el borde de la maceta, ahí queda la frontera. Quién es capaz de levantarse sin descubrir un poco de verde.
María