Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

martes, marzo 07, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

ZORRO PLATEADO. Jaime De Nepas

Poco después de leer en estas mismas páginas el cuento del señor Manuel Navarro titulado INSÓLITA CONFESIÓN apagué el ordenador, perdoné la siesta, me puse el abrigo de alpaca y el sombrero de fieltro, disparé un armani en el cuello y me bajé al parque del Retiro jugueteando con el bastón de empuñadura de nácar en busca de una mujer que junta, al parecer, la irresistible combinación de ser elegante y maquiavélica. El bullicio de la calle de Alcalá se quedó atrás, al igual que el estanque de los peces devoradores, y me acerqué al pequeño lago donde los cisnes nadan con patines invisibles y los abetos de la orilla te tienden sus ramas pacíficas. Hacía solecillo, sin viento, sin gente a esas primeras horas de la tarde, con un silencio cercado por un rumor vago y lejano. Al otro lado de unas adelfas descubrí un banco en el que se recostaba una mujer. Aquí la tengo, pensé. Me acerqué sin prisa y me detuve para ver de cerca su perfil: melena negra, abrigo de zorro plateado con el cuello subido, zapatos de tacón altísimo. Tenía la cabeza apoyada en el banco, los ojos cerrados, la cara ofrecida, regalada al sol. Además de elegante, como asegura Navarro, ésta parece hermosa, me dije, pero para confirmarlo necesito que abra los ojos. Le di con el bastón un golpe a una piña y ella irguió la cabeza. Cara ancha, mandíbulas marcadas, cejas negras y largas, boca grande y firme, mirada penetrante. Vaya, pensé, una mujer madura, de las que saben lo que quieren.- Isabel, supongo –dije elevando un poco el sombrero.- Por ejemplo –contestó muy tranquila.- ¿Puedo sentarme? –pregunté.- Faltaría más, el Retiro es de todos –dijo ella con el mismo aplomo, sin dejar de mirarme.Pausa. Esperé a que se echara a llorar, pero cerró los ojos y se expuso otra vez al sol (¡qué envidia de este sol, que tanto abarca y besa!). Cansado de esperar le dije mi nombre y le conté que era escritor de relatos cortos y largos, de alguna poesía, de media novela… Su respuesta fue cruzar una pierna con gran desparpajo, quiero decir que primero la separó bastante, luego subió la rodilla hasta el cielo y al fin la descansó sobre la otra. El abrigo se abrió de puntas y asomó ligeramente una tela negra. Lleva un vestido muy ceñido y escotado, sin mangas y con tirantes livianos, deseé. Encendió un cigarrillo y puso el codo encima de la pierna. Me miraba con suma atención. Mientras yo me explayaba poniéndole ejemplos de la belleza del endecasílabo, y el humo ascendía ajeno al verso, el codo arrastró el vestido hasta medio muslo. En ese punto ella subió la tela y cerró el abrigo, pero volvió a poner el codo en el mismo lugar y ocurrió lo de la víspera. La faena la repitió cuatro veces, ahora con esta pierna y mano, ahora con la otra, efectuando la maniobra del descruce y el cruce con tanta parsimonia que yo no veía en nuestro derredor troncos, ramas y hojas, sino muslos, muslos y muslos tostaditos y comestibles. Por si fuera poco se sacudió con amplia generosidad unas supuestas cenizas de las solapas sin que ni el sol ni yo viéramos por allí rastro de vestido ni puntilla de sujetador, sólo el canal profundo abriéndose en abanico y las dos lunas repletas de promesas calientes.- El mejor café que hay por aquí –dije yo apuntando con mi bastón, preparándome para entrar a matar- lo ponen en el hotel Quirlos Canto. Exquisito. ¿Me acepta la invitación?La mujer tiró la colilla, la taladró con la aguja del tacón y se levantó. Puestos ambos de pie ella se me acercó y colgó sus manos de mi cuello. Olía a naranja. - Desde luego que acepto, cariño. Mi tarifa para poetas es de cien euros por un polvo y doscientos por la tarde entera.