Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

viernes, marzo 17, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

La interpretación de los llantos. Pepe Lillo

Me gusta llorar. A mi edad (44 años), se ha convertido en uno de los escasos placeres que siguen valiendo la pena y con los que todavía disfruto, junto con las sensaciones que me producen algunos sabores en el paladar, determinadas lecturas y la contemplación de mujeres hermosas, a poder ser desnudas. Tengo facilidad para ello, para llorar digo. Otra cosa que tampoco me cuesta demasiado es provocarme el vómito. Se me da bien echar fuera todo lo que me incomoda, es una facultad que poseo desde niño, una facultad que a veces se torna un problema: mi madre veía todo lo que me sucedía sin escarbar demasiado dentro de mí, con solo echarme una mirada superficial sabía hasta cosas que yo aun ignoraba. Lloro en cualquier parte: en el coche, tras las gafas de sol, cuando voy al trabajo escuchando música, Van Morrison por ejemplo -sin entender siquiera lo que dice, con esa voz de león cabreado y esos pianos tristes acariciándola suavemente-, en mi despacho, cuando veo un pliego de cartulina clavado en la pared, con un gato sonriente mal pintado por Amanda, que me dice: ¿Ves esta sonrisa?, y sé que dentro añade: “me la pusiste tú”. En la oscuridad del cine, con ciertas películas, en medio de las películas, nunca al final para que no me sorprendan las luces, y delante de la pantalla del televisor, cuando mis hijos no están, y mi mujer duerme, o hace que duerme, o llora conmigo y no se atreve a mirarme a los ojos. Eso es algo que aun no he superado, algún día saldré del armario de los llorones y dejaré caer mis lágrimas con orgullo delante de todo el mundo y a plena luz. Pero de momento solo es otra de las batallas que todavía tengo pendiente. Hará un par de semanas tuve guardia en la farmacia. A las diez de la noche todos se marchan, y yo me quedo solo detrás de la ventanilla de la persiana metálica. Timbre. Buenas noches. Buenas noches. Tendría usted estos remedios, señalando con el dedo una caligrafía de médico en una hoja (los argentinos les llaman remedios a los medicamentos. El barrio en el que está mi farmacia está lleno de argentinos, o estaba, ahora parece que han comenzado a irse, quizá se hayan marchado todos los ladrones de su país, quizá ya no quedaba nada que robar). Les doy los remedios en una bolsa, les devuelvo el cambio. Buenas noches. Buena guardia. Y cierro la ventanilla. Hará un par de semanas decía, tuve guardia. Echaban Billy Eliot en la tele. Llené una mesa de medicamentos y, mientras repasaba el pedido, iba mirando la película que ya había visto con anterioridad al menos un par de veces. Creo que el mérito de esa historia está en la dureza; solo se puede hablar de sensibilidad desde la dureza. En el momento en que el padre, un minero irlandés en huelga, descubre a su hijo bailando con un amigo que acababa de ponerse un tutú, y el hijo, al ser descubierto, en lugar de avergonzarse, comienza a bailar delante del padre hasta dejarlo boquiabierto, justo en ese momento, con la mesa llena de medicamentos y los ojos llenos de lágrimas, sonó el timbre. Y yo secándome las lágrimas con un kleenex, echándome aire con las palmas de las manos. Buenas noches. Buenas noches. Mi cara llenando toda la ventanilla, mi bata blanca, mis ojos redondos y rojos. Me da estos remedios. Y busco los remedios pensando que pensaría yo si detrás de una ventanilla me encontrara con un hombre solo, encerrado y llorando. Seguí viendo Billy Elliot, procurando aguantarme -como me jode aguantarme-, imaginando otras cosas cuando se acercaban las escenas que me volverían a hacer llorar, imaginando a mi abuela muerta dentro del ataúd (hay que pensar en cosas raras cuando se hace el amor con una mujer, así podremos aguantar tanto como ellas, decía mi profesor hace 30 años hablando de sexo en el aula; pensar en cosas desagradables o morderse la lengua hasta que duela... Un orgasmo dentro del ataúd mientras ella gime, corriéndose mientras yo pienso en mi abuela con sabor a sangre en la boca, y las perversiones van robándole el espacio al placer). Abrí un par de veces más con los ojos rojos, disimulando, como si no pudiera soportar el sueño, o como si se me hubiera metido algo en ellos. No lloro en todas las películas. No lloro en las buenas, ni en las que las que intentan hacerme llorar. Me he dado cuenta que, sobre todo, lloro cuando hay una relación problemática entre hijos y padres, como sucede en Billy Eliot, y como sucede también en “El estanque dorado”, en la que un Henry Fonda octogenario consigue en apenas dos semanas una relación magnífica con un adolescente rebelde, una relación que jamás logró tener con su hija: Jane Fonda. “Soy la mandamás de San Francisco, le dice esta a su madre con lágrimas en los ojos, hay cientos de hombres que trabajan bajo mis órdenes, y a pesar de ello, cada vez que tomo una decisión, pienso si mi padre la aprobaría.” La he visto más de treinta veces. Casi siempre que me dan vacaciones, busco una tarde aburrida, me encierro solo en el salón y me dispongo a empapar pañuelos. Acabo con la garganta fatigada de tanto tragar saliva. A veces hasta jadeo. Y el caso es que no sé por qué lo hago; no sé por qué lloro con más fuerza cuando me muestran esas relaciones truculentas entre padres e hijos. No me he llevado nunca demasiado mal con mi padre. De niño me pegó un par de veces o tres, pero eso era lo normal en aquella época postfranquista. En general no se portaba demasiado mal conmigo. Bien es cierto que el dinero no sobraba y se pasaba todo el día trabajando y apenas nos veíamos, a veces pasaban semanas sin vernos, y que era muy serio conmigo, y que mi madre utilizaba esa seriedad para mantenerme a raya ¡Cuando venga tu padre verás! Pero a mí nunca pareció afectarme su forma austera de comportarse conmigo, jamás tuve envidia de ninguno de mis amigos, por el contrario, pensaba que todos los padres del mundo eran así. Sin embargo, si bien me considero un hombre emocionalmente completo, flaqueo tremendamente cuando me muestran las relaciones turbulentas entre padres e hijos. Como si existiera un vacío dentro de mí al que mi conciencia no puede acceder. Para Freud esa era la base de todos los males: cuando algo nos duele creamos mecanismos de defensa para escapar de ello. Solo alcanzando lo que nosotros mismo escondemos, y asumiéndolo después, podremos sanar de nuestra enfermedad. Freud hablaba de dos métodos para llegar a lo oculto: La asociación libre, por la que el paciente habla y habla sin poner reparos a su dislocado pensamiento hasta que acaba alcanzando los caminos vedados, y la interpretación de los sueños. Por el primer método creo que nunca conseguiría averiguar nada (entre otras cosas porque no tengo dinero ni tiempo para psicoanálisis). Por el segundo tampoco, porque yo nunca sueño. He descubierto el mecanismo de defensa perfecto. Vomito mis carencias dentro de la habitación de los sueños y luego cierro la puerta con llave y tiro la llave al mar. Por mucho que lo intento jamás logro acordarme, por eso cuando escribo sobre los sueños me los invento, y por eso, supongo, me gusta escribir sobre ellos, porque los añoro. Pero la realidad es que no sé que pasa al otro lado de esa puerta infranqueable. Imagino –qué remedio-, que aquello está lleno de juguetes muertos, hay un platillo volante azul, con astronautas de colores con una manivela debajo para darle cuerda, parado para siempre, y una abuela que da de comer flores a las gallinas, con un niño rubio pegado a sus faldas, hay una hilera de hormigas empapadas de alcohol, el niño mira una cerilla de la que no puedo huir, y un viejo que corta ramas de jacarandá para hacerse su propia corona de muertos, con violetas y caléndulas, y hay un hombre-caballo que me lleva en su grupa. Tiene unos treinta años y huele a almidón y a brillantina. ¡Arre, arre! Y el hombre relincha, da saltos de alegría, me lanza por el aire con una risa abierta, y cabalga y cabalga y cabalga...