Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

martes, septiembre 12, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Margarita soy yo, o el cuerpo del delito. Aitor Menta

Siempre he deseado convertirme en una gran escritora, de las llamadas de culto. No una de esas que acaban en las rebajas del tres por uno, como los desnatados del Carrefour. El referente de una generación; de los cincuenta o setenta, creo que sería yo. Minuciosa y sublime, a la par que parcialmente ininteligible. Haciendo del ensayo mis señas de identidad, sin obviar algún coqueteo con la narrativa, ni renunciar por ellos a la prosa más lírica. A petición de mis editores.

Este presentimiento vocacional, me ha exigido desde el nacimiento un esfuerzo adicional, para mantener una integridad de principios, que he obtenido, preferentemente, de la sabiduría de escritores malditos, críticos consagrados, así como de sesudos contertulios literarios, de onda media y frecuencia modulada. O lo que es lo mismo: de los que consiguieron ocupar un lugar en la gloria de la literatura, impresa o desgranada.

Con este sutil preámbulo tan solo trato de anticiparos, con la brevedad que exige este espacio, la estatura moral que me es propia, cuando me dispongo a compartir con vosotros, lectores, un planteamiento, con nudo y desenlace, antes de que se me olvide.

Un día ya lejano, me comprometí a no traicionarme, salvo en el día a día, por lo que, consecuente con aquel acto de fe, desde el principio de este relato debo confesaros que Margarita, la protagonista, soy yo, alejándome así de la huella, falseada y tramposa, de los que rellenan cuatrocientas páginas con una historia pasional, de morírsete de lujuria hasta la pelvis, para descubrir, en la penúltima, que has estado alimentando la libido con un carro de combate.

Cobijada por la sombra del magnolio, apenas consigo retener el bolígrafo entre los dedos, pero no creo que tú, lector cómplice de mi infortunio, pudieras hacerlo sin disponer de las manos de un cuerpo que, como el mío, me abandonó una mañana de hace doscientos cinco días.

Acudí a la comisaría del distrito, atrozmente angustiada, para comunicar su desaparición, después de haber dejado transcurrir setenta y dos horas infernales, aconsejada por la policía te escucha ¿en que puedo ayudarte? El comisario de guardia, bello y marcial como un efebo, me escuchaba indiferente, mientras iba trasformando mi desesperación en garabatos, sobre un cuaderno de hojas pautadas, a modo de sinfonía muda. Después de una hora de preguntas envenenadas, que me zarandearon de la culpabilidad al ridículo, puso fin a este viaje sin retorno, con un manotazo seco sobre los apuntes. Me despidió, sin levantarse, con un “la tendremos informada, buena mujer” que me hizo presentir lo peor.

Desde entonces, cada atardecer me he presentado en comisaría y, como una flecha alada, me he clavado en el escabel de palisando del despacho, en el que el efebo de cabeza griega, de Grecia, apuraba la última cerveza del día. Así iniciaba el juego de atraparle la mirada con mi cerebro desnudo, ensayando parpadeos imposibles, mientras le repetía que no podía recordar indicio alguno que me hubiera hecho presagiar tan insoportable ausencia.

Su respuesta a mis lamentos era, invariablemente, que no se había dejado al albur ningún protocolo de cualquiera de los diferentes cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, amén de las múltiples pesquisas llevadas a cabo por el Centro Nacional de Inteligencia, aunque los resultados, lamentablemente, hubieran sido infructuosos hasta entonces. Finalizaba siempre los encuentros, levantándose del sillón y repitiéndome que, como yo sabía bien, inclusive el mismo había tenido que suplir la precariedad de los recursos asignados a la patrulla fluvial, en los últimos presupuestos generales, con la venta de algunos valores de su propia cartera, lo que permitió el drenado de la cabecera del Manzanares, con un batiscafo de última generación, aunque con una cosecha tan decepcionante, como la recuperación de lo que fue un buitre leonado y doscientas treinta y una latas de coca cola sin cafeína.

Este jueves pasado, al atardecer, se cumplía una vez mas el ritual de las miradas, la petición apremiante de noticias, la exigencia de resultados, los reproches a la ineficacia policial, cuando me respondió, encorajinado, que ningún cuerpo te abandona sin antes haber dado muestras de que está de tu alma hasta las muelas. Que dejara pasar unos treinta años, porque “muchos cuerpos lo que necesitan es ventilarse, señora, máxime cuando se llevan más de cincuenta en tan ardua compañía, leche”

Desde la noche de ese día permanezco en el módulo cuerpos y almas, de Soto del Real, donde aprovecho la hora de patio para desplazarme sigilosa hasta el magnolio y escribiros estas letras amargas. Se lo permití todo, menos que me dijera que archivaban el caso por no haberse encontrado el cuerpo del delito.

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