Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

miércoles, agosto 23, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

El dolor ambulante. Carlos Carrión

Lo que más me costó fue meter el edredón gordo de invierno en aquella bolsa del Carrefour, la misma en la que había permanecido guardada durante todo el verano, sobre la repisa superior del armario. Si de mi dependiera, lo guardaría tal cual, sin reparar en la necesidad de protegerlo del polvo; suele ser mi madre la que se da cuenta por mí de ese tipo de cosas. Lo que no sé es cómo hizo para guardarlo sin que sobresaliera ni el más mínimo fleco, porque yo, por más que lo intentaba, apenas conseguía guardar esa mínima parte que ella conseguía ocultar. Pensaba en lo que me decía, siempre tan didáctica, cuando de pequeño la miraba mientras ella doblaba una sábana: “primero doblas una esquina, después doblas otra esquina, y sigues doblando esquinas hasta que ya no queden más esquinas“. Entonces yo doblé una esquina, después doblé otra esquina, y seguí doblando esquinas hasta que ya no quedaron más esquinas; después desdoblé una por una todas las esquinas que había doblado y enrollé el edredón sobre sí mismo tantas veces como pude: nada, no había manera. Era el mismo edredón que seis meses antes mi madre había conseguido introducir sin problemas en la misma bolsa del Carrefour donde yo no conseguía meterlo; era el mismo edredón que yo no conseguía guardar siguiendo el mismo procedimiento que ella había utilizado tantas veces para guardarlo al principio de cada verano. Está claro que cuando soy yo quien la aplica, la teoría se desentiende de sí misma. Fue en algún momento de mi pelea con el edredón cuando me acordé de un juego al que de pequeño jugaba yo solo porque nadie lo entendía. Consistía en descalzarme y ponerme a empujar los zapatos por el talón, con la punta del pie. Me fascinaba ver mis zapatos moviéndose por el pasillo como un par de tortugas, avanzando sin necesidad de que nadie los calzara. ¿Qué haces?, me preguntó una vez mi hermana, al verme en calcetines, empujando con los pies mis zapatos por el pasillo. Nada, le respondí yo, sólo sigo al hombre invisible que se ha puesto mis zapatos. Entonces ella se quitó los suyos y empezó a empujarlos por el talón, con la punta del pie, y fueron cuatro zapatos moviéndose como tortugas por el pasillo, calzados por un par de hombres lentos e invisibles. Al día siguiente, ella me vio otra vez siguiendo al hombre invisible que llevaba puestos mis zapatos, pero esta vez no dijo nada, se limitó a sonreír, pero no a sonreírme a mí, si no a sonreír para ella misma. Y la vez siguiente ya no sonrió; me miró muy seria y sentenció: tú eres idiota. Y yo decidí dar por finalizado para siempre aquel juego. Pasaron muchos años desde aquel día y yo por fin había conseguido que me cupiera el edredón en la bolsa, aún a costa de rasgarla por la mitad, de forma que durante el viaje me vi obligado a sostener la bolsa por la zona rota para no andar recogiendo el edredón del suelo cada dos por tres. En el contrato de alquiler no advierten que las paredes de la casa son muy finas, y no tenía más remedio que llevármelo conmigo durante aquel viaje de tres horas hacia una casa rural en la Sierra de las Nieves en la cual me reuniría con mi familia, y con familia de mi familia, y con familia de la familia de mi familia; una casa rural en la que las familias se reproducirían como esporas y a la cual yo llegaría sólo y de los últimos, en un autobús sin luz que marcharía por una carretera de montaña estrecha y llena de curvas, con esa atmósfera de ensayo general que tienen los autobuses sin luz que ruedan durante una tarde-noche de invierno por una carretera de montaña. Había terminado de preparar todas las cosas para el viaje cuando miré el reloj: tenía el tiempo justo para coger el autobús de las cuatro. Pensé en mi familia, y en las familias que le iban creciendo a mi familia; me imaginé a toda esa enorme familia durante la cena , hablando como un loco que habla solo, y me imaginé a mí mismo sentado en la mesa, asintiendo con la cabeza para darle la razón al loco. Entonces dejé caer la mochila al suelo, después la bolsa, me quité los zapatos y me puse a empujarlos con los pies por el pasillo. No sé cuanto tiempo anduve recorriendo el pasillo de un lado a otro, andando como hipnotizado tras el hombre invisible que se encargaba de mover mis zapatos a velocidad de tortuga, siguiéndole como el que sube unas escaleras mecánicas. Me acordé de un sueño que tuve de niño en el que me veía dejándome subir por unas escaleras mecánicas que me llevaban a la planta de juguetes del Corte Inglés, y las escaleras no se acababan nunca pero yo era feliz, porque veía que las escaleras subían, y que de un momento a otro estaría en la planta de juguetes. Pero cuando mi cabeza regresó al pasillo hubo un momento en el que al fijarme en los zapatos, en vez de a un par de tortugas, vi a una pareja de ancianos dando un paseo, y me acordé de un domingo por la tarde en el que me topé con una pareja de ancianos decrépitos ya, agarrados el uno al otro, ayudándose a caminar con mucha dificultad. Caminaban además por un tramo de acera muy estrecho, en el que caben dos personas a lo sumo, y mientras tanto, en aquel tramo de carretera cercano a un acceso a la autovía, ya se había formado el clásico atasco de los domingos por la tarde. Yo miraba para detrás con la intención de comprobar si venían más viandantes, porque de ser así también se hubiera formado un atasco en ese trozo de acera, pero no era una zona de mucho tránsito, de forma que el único atascado era yo. Aguardé a que aquella pareja llegara a la parte de acera que se ensanchaba. No se me puso la cara morada que seguramente tendrían los conductores en el atasco, no tenía prisa, nunca sé a donde me van a llevar los paseos del domingo por la tarde, así que me dediqué a observar a los dos ancianos, él agarrado a ella y ella agarrado a él, con un andar muy frágil que parecía que se iba a desmoronar de un momento a otro pero a la vez indestructible, un andar como el del hombre invisible que se encarga de mover mis zapatos a velocidad de tortuga. Cuando llegaron al tramo de acera que se ensanchaba yo reanudé mi paseo de domingo por la tarde, y al pasar a su lado, les miré de reojo. Tenían los dos la misma sonrisa desvalida dirigida a ninguna parte. Eran ciegos, pero no me paré a ayudarles ni les pregunté si necesitaban algo; me dio la impresión de que no necesitaban a nadie. De regreso otra vez al pasillo, me noté exhausto después de combinar mis recuerdos con ese entusiasmo infantil que me proporcionaba aquel juego, por no decir que era invierno y el suelo estaba frío y que la noche anterior había sido terrorífica. Me puse los zapatos y, sin fuerzas casi, me quedé apoyado en la pared, como si estuviera en la calle esperando a alguien. Aprovechando que tenía cerca el espejo del fondo del pasillo, quise comprobar qué cara tenía yo cuando esperaba a alguien en la calle: me pareció que tenía la cara del que lleva un tiempo esperando a alguien; exactamente el mismo tiempo transcurrido desde que ha encontrado a ese alguien. Entonces se me ocurrió llamar a Ana. Hubo un tiempo, cuando tenía unos dieciocho años, en el que cuando llamaba a Ana, encendía la tele y le pedía a ella que hiciera lo mismo; daba igual el canal que viéramos, la cuestión era ver las mismas imágenes mientras hablábamos por teléfono. Yo le quitaba el volumen a mi televisor y el sonido del suyo me llegaba a través del auricular, al igual que me llegaba el sonido de una ambulancia, el de un portazo provocado por el viento y, sobre todo, el del ladrido de un perro que según ella era el de su vecina de al lado. Hablábamos sin comentar las imágenes apenas, para mí era suficiente con saber que estaba mirando lo mismo que ella miraba, y con eso me las arreglaba para paliar de alguna manera el hecho de que viviéramos en ciudades distintas. Pero llegó un día en el que Ana me dijo que lo de estar viendo el mismo canal de televisión mientras hablábamos por teléfono le parecía una idiotez, que no le apetecía hacerlo. Para mí fue como si, estando casados, me hubiera dicho que quería irse de casa. Yo la seguí llamando por teléfono, pero desde entonces nuestras conversaciones se vieron envueltas en la misma atmósfera de ensayo general que tienen los autobuses sin luz cuando viajan de noche por una carretera de montaña. ¿Pero tú no te ibas a las cuatro?, me dijo nada más escuchar mi voz, y yo le expliqué que al final me iría en el autobús de las seis de la tarde porque la noche anterior había sido una pesadilla. Le hablé por primera vez de aquel dolor que recorría el hemisferio izquierdo de mi cuerpo desde hacía varios meses. Un dolor punzante que a veces empezaba en el cuello y continuaba por la sien para ir a parar a la muela y de ahí al pecho, aunque ese era sólo uno de sus posibles trayectos. Nunca se asentaba en ninguna zona de mi cuerpo durante demasiado tiempo, iba de una parte a otra sin que se pudiera prever a donde iría a parar; a veces incluso me hacía pensar en volutas de humo por lo imprevisible de las formas que dibujaba, porque yo llegué a pensar que mi dolor dibujaba formas dentro de mi cuerpo. Una vez, por ejemplo, lo sentí formando un semicírculo hacia abajo en mi pecho, después ascendió hacia la sien en línea recta y ahí sentí cómo me dolía en forma de gancho, así que me pareció que mi dolor había dibujado un paraguas tirado en el suelo. Nunca fui al médico para consultarle sobre aquel dolor, ni me preocupé en quitármelo de encima. Era soportable, y yo me había acostumbrado a que me molestara un poco justo cuando me metía en la cama para dormir. De hecho creo que empecé a regodearme con él, sobre todo cuando me di cuenta de que dibujaba formas, la mayoría eran formas caóticas y sin ningún sentido, pero yo llegué a investirme con el poder de otorgarle una forma definida, de moldear mi dolor como si fuera un domador de circo o un mago; un mago idiota con el extraordinario poder de volverse a sí mismo cada vez más idiota. Aquella noche el dolor se hizo más agudo que nunca, completamente insoportable, y cuando me di por vencido no encontré ni un solo analgésico en casa, de forma que tuve que bajarme hasta el ambulatorio para que me dieran algo. Cuando el pobre médico somnoliento me pidió que le explicara en qué consistía mi dolor, yo, que me había pasado meses imaginándolo en forma de paraguas o de farola, no me atreví a decirle que tenía el extraordinario poder de domesticarlo sin hacerle perder su fuerza. Le dije que quizá era un dolor de muelas y él me dio un par de valiums. Cuando me hicieron efecto ya eran las siete de la mañana. -¿No será un dolor de muelas?, me preguntó Ana. No es ningún dolor de muelas, es mi dolor ambulante. Ayer dibujó un tobogán en mi pecho, le contesté yo, metido otra vez en mi papel de mago idiota. Ella no supo muy bien qué responder; creo que yo esperaba que me contestara que ella también tenía un dolor ambulante que dibujaba paracaídas en su cuello, pero al final me acabó contando que se había levantado esa mañana con dolor de cabeza, y lo dijo con cierta timidez, como quien se da cuenta de que no está haciendo más que una concesión a un dialogo absurdo; sin duda no quería que yo me sintiera mal, y pasó a emplear un tono tan dulce como el que utilizaba cuando hablábamos por teléfono viendo las mismas imágenes, casi como si viviéramos juntos. Me dijo que estuviera tranquilo, que me haría bien ver a mi madre, y me preguntó si no estaba contento de ver a tanta gente a la que llevaba tanto tiempo sin ver. Le dije que de ninguna manera, que no tenía ganas de ver a mis hermanos ni a mis primos ni a las parejas de mis hermanos y primos, ni a sus padres y madres, que todo el mundo se divertía mucho con mi consuegro pero que a mí sus chistes no me hacían ni puñetera gracia. Ni se te ocurra quedarte otra nochebuena en casa, que ya nos conocemos. Procura pasártelo bien, me advirtió ella. Le especifiqué que nunca había pasado una nochebuena sólo en casa, que en realidad fue una nochevieja, aunque no le conté que yo tenía por sistema pasar todas las noches de año nuevo solo en casa, y me quedé pensando en que yo no quería celebrar jamás ninguna nochebuena ni nochevieja ni ver a nadie de mi familia , que lo único que quería era doblar una sábana con ella. Yo tensando el trozo de tela desde un extremo y ella haciendo lo propio desde el otro, los dos doblando al unísono nuestro extremo hasta juntar las respectivas esquinas, después volviendo a juntar las esquinas de la doblez resultante, y repitiendo la misma operación hasta que ya no quedaran más esquinas; en ese momento yo me acercaría a ella y ella se acercaría a mí como un acordeón que se pliega, y entonces, justo en el centro, uniríamos nuestras mitades de sábana. Me conmovió tanto mi idea que quise compartirla con ella: -Yo en realidad lo único que quiero es que doblemos una sabana juntos. Tú la coges de un lado, yo del otro, y nos ponemos a juntar esquinas así todo el rato hasta que...bueno, pues eso. Me quedé mirando el gran trozo de edredón arrugado que sobresalía del plástico rasgado de la bolsa del Carrefour; está claro que cuando soy yo quien se encarga de verbalizarla, la idea se desentiende de sí misma. A ella, acostumbrada a no entenderme, le dio por reírse, y en seguida, con aquel tono maternal que su voz había adoptado esa tarde, volvió a aconsejarme que procurara pasármelo bien, que seguro que al lado de mi madre empezaría a encontrarme mejor, y después, con un tono igualmente maternal pero adoptando ahora la variante de madre severa, me hizo prometerle que cogería el autobús de las seis de la tarde. Y así hice, le prometí que me iría en seguida, pero no me atreví a decirle que me había quedado atrapado en un sueño de escaleras mecánicas que no se acababan nunca. Había sido tan dulce y acogedora su voz, tan cargada de buenos deseos, que cuando salí de casa me sentí medio triste y medio feliz, con las razones que debían apuntalar una de las dos sensaciones incidiendo en las del otro lado y viceversa. Ya durante el viaje, cuando el autobús todavía no había salido de la ciudad, vi a través de la ventanilla a un hombre tirado en la carretera y una moto junto a él. Dos muchachos jóvenes se habían acercado a interesarse por aquel hombre, que tenía un enorme rictus de dolor en su cara, aunque no observé rastro de sangre alguno. En lo que sí me fijé, o al menos eso me pareció, es que uno de los pies había perdido el zapato, y que el otro, con zapato incluido, se había quedado enganchado entre los radios de una de las ruedas. El autobús se alejó definitivamente, y a mi me dio por imaginar que el hombre se levantaba como si no le hubiera pasado nada y tras buscar sus zapatos, se ponía a empujarlos con la punta de los pies por el talón, de forma que parecerían un par de tortugas que la gente se pararía a mirar con admiración. Después pensé que si el hombre hiciera eso, la gente, al verle, pensaría que se trataba de un idiota, y entonces acepté que lo más probable es que aquel hombre pasaría esa noche en el hospital, y al pensar eso me sentí afortunado por un momento, porque yo iba a pasar la nochebuena con mi familia. Dibujo de EL Dolor por José Mesa.