Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

sábado, agosto 05, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

La vergüenza. Manuel

He leído hoy una noticia que me ha hecho recordar a Lucindo, un camarero veterano con el que trabajé cuando, de chaval, ayudaba a mi padre en el bar. He hablado de él otras veces. Me asombraba su memoria. Era capaz de tomar el pedido de tres o cuatro mesas a la vez, reorganizar la información camino de la barra y, al llegar, cantármelo por “categorías” (primero todos los cafés, luego los refrescos, luego los licores, después las tapas). Y, por supuesto, en cuanto yo ponía sobre el mostrador las consumiciones, Lucindo cargaba la bandeja y repetía el proceso a la inversa sin equivocarse nunca. Yo le quería mucho: le debo, entre otras enseñanzas inolvidables, el descubrimiento del Campari (con mucho hielo). La noticia de hoy en La Voz de Galicia es más bien una crónica breve. Se titula Lágrimas, y la firma María Rey. María escribe sobre los actos que han organizado en O Grove en homenaje a las víctimas de la represión franquista. El fragmento en que me vino a la cabeza la imagen de mi viejo amigo dice así: “No contentos con hurgar en el pasado, estos días pasados han organizado en O Grove actos de homenaje a todas aquellas víctimas de la represión. ¿Y qué han conseguido? Que corriesen muchas lágrimas. Que, públicamente, muchas familias pudiesen llorar por hombres que fueron fusilados, paseados o encarcelados sin motivo, sacudiéndose la vergüenza social que durante muchos años mantuvo aprisionada su pena. Que muchos nietos hayan descubierto el orgullo que se escondía en su apellido y hayan empezado a ver con otros ojos su propia historia.” Sacudirse la vergüenza heredada, ¿será eso posible? El caso es que Lucindo ya no puede contestar la pregunta (se murió en el setenta y pocos), y, que yo sepa, no tiene nietos ni familia cercana que puedan hacer eso, “sacudir la vergüenza” en su nombre. Cuando la guerra, Lucindo luchó en el bando republicano. Nunca me habló del tema, es decir, de lo mal que lo pasó después en los años más duros de la represión. Yo tampoco quise preguntarle, aunque, gracias a mi padre, tuve noticia de esto que ahora voy a contar. Cuando la dictadura de Franco, la Falange celebraba en mi pueblo cada 17 de marzo la fecha de su fundación. Aquí se juntaban una vez al año un montón de falangistas que venían de todo Galicia y más allá. Además de falangistas, el pueblo se llenaba ese día, y en la víspera, de policías de la secreta (así los llamábamos). Yo todavía recuerdo los últimos estertores de todo aquello. Aunque era pequeño, como vivíamos en el piso de arriba era fácil deslizarse de la cama y bajar por la escalera interior a echar un vistazo. La noche del 16 podían dar las dos, o tres, o cuatro de la mañana con el bar atestado de extraños. Mucho azul, mucha gabardina, mucho humo, mucha gomina, mucha pistola en la sobaquera. Fue en el transcurso de una de esas noches (en los 50) cuando sucedió lo que quiero contar. Mi padre, que por aquella época era un camarero más, compartía turno con Lucindo. Los falangistas y los policías secretos conocían a Lucindo. Lo insultaban. Rojo, cabrón, tráeme otro café. Él iba y venía en silencio. La una, las dos y las tres, y las cuatro, las cinco y las seis… Era muy tarde, contaba mi padre. Quedaban sólo un par de mesas. Cuando ocurría eso, el resto de las luces del bar se apagaban dejando encendidos sólo un par de plafones. Súbete a la mesa y baila, rojo cabrón, que te subas a la mesa y bailes, ostia!!! Y lo hizo. Lucindo subió al velador de mármol y bailó. Y dejaron de apuntarle a la cabeza. Lucindo no tiene hijos vivos (que yo sepa), ni nietos, ni familia cercana. Pero seguro que la tienen aquellos que le humillaron de aquel modo tan atroz en el Café Central de Vilagarcía de Arousa, una madrugada, la del 16 al 17 de marzo del cincuenta y tantos. Que no se olviden ellos. Esos tampoco podrán sacudirse la vergüenza.