Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

martes, agosto 22, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

EL VIAJE DE JAIVLE. José Vicente Aracil.

Un buen día, Jaivle compró un globo aerostático y un submarino monoplaza. Metió el quemador del globo por la escotilla y lo guardó lejos de los mandos del submarino; donde no molestara al navegar. Metió la tela del globo por la escotilla y la guardó junto al quemador. Metió el gas, las bolsas de arena, las banderitas de colores que adornarían al globo en su vuelo, las cuerdas, los tornillos, y el folleto con las instrucciones de montaje. Sin embargo, al ir a guardar la canasta, se dio cuenta de que no cabía por la escotilla. Aun así intentó introducirla empujando con todas las fuerzas de sus dos brazos y buscando el ángulo correcto por el que engañar a las dimensiones. Porque Jaivle sabía que la realidad estaba llena de ángulos mágicos que, si se acertaba con ellos, todo lo imposible se tornaba posible. ¿Cómo si no se iba a introducir un huevo de gallina en una botella?, y su padre le había regalado, de niño, un huevo de gallina en una botella. ¿Y cómo si no iba a viajar la voz por el interior de un cable retorcido, como el de los teléfonos?, o el rostro de una mujer hermosa por el aire; como la que se asomó a la pantalla de su televisor una tarde, recién despertado de la siesta. Al principio dudó de sí mismo; no sabía si aquella imagen era real, o era la cola gaseosa de algún sueño que se había escapado de ese otro lado de la realidad más resbaladizo y maleable, porque hasta entonces no había visto nunca tanta belleza. Tan confundido estaba, que se vio obligado a darse varios golpes en la cara con las dos manos para despertarse, alternando ambas mejillas en un compás de contrapunto. Pero aquella beldad continuaba adherida al cristal del televisor después de los golpes. Su hermosura era tal, que no pudo evitar levantarse del sofá y, arrodillándose junto a ella, acercar sus labios hasta besarla. Con los ojos cerrados, notó un cosquilleo en la boca, y después sintió como si el cristal de la pantalla se ablandara y humedeciera. Cuando se despegó de ella, la imagen se había ido, y un mar de hielo ocupaba su lugar. Fue entonces cuando Jaivle se dijo que no pararía hasta encontrarla. Vendió su casa. Vendió sus muebles. Vendió su ropa. Vendió todo lo que lo ataba a la certeza y seguridad de la rutina, y rompió a andar. Y cuando sus pies, después de muchas jornadas de viaje, tropezaron con el final de la tierra, compró aquel batíscafo, cuya escotilla debía tener un ángulo mágico que no encontró, a pesar de empujar el mimbre de la canasta con la fuerza de los dos brazos y desde todas las direcciones. Pero Jaivle estaba tan seguro de sí mismo, tenía tanta voluntad recorriéndole el cuerpo, que nada podría detenerlo. Así que adquirió una sierra en una tienda, y partió la canasta en dos mitades que ahora sí entraron en el submarino. Adquirió también cola de carpintero para reconstruir la canasta cuando la fuera a utilizar. Y tras guardarlo todo, cerró la escotilla con sudores y gruñidos metálicos, y se hundió bajo la superficie del mar. En su viaje atravesó campos de poseidonia llenos de girasoles marinos, grutas laberínticas, bancos de atunes y arrecifes colmados de caballitos de mar. Persiguiendo el canto de las ballenas, acabó desorientándose y perdiéndose en abismos en los que nunca entraba la luz. Y un día, le pareció ver un cachalote frente al cristal empañado de su submarino. Limpió el vaho con la manga de su camisa y comprobó que realmente era un cachalote; pero el animal no iba solo: una familia de cachalotes buceaban girando alrededor del batiscafo. Jaivle pensó, que en su desorientación, había ido a parar a un río y, lejos de enfadarse, se alegró; ya que ni él mismo conocía su destino y cualquier lugar podía ser propicio para encontrar a la mujer que buscaba. Cuando los cachalotes se marcharon, Jaivle sacó el periscopio y puso rumbo hacia la superficie. Poco después el periscopio salía fuera del agua y Jaivle comenzaba a dar vueltas, con el ojo izquierdo pegado a la lente del visor, en busca de tierra. No la vio. Si aquello era un río, se dijo, era el río más ancho que había visto –y hasta imaginado- en toda su vida. Al fin optó por abrir la escotilla, salir afuera y probar el agua, que era tan dulce como esperaba y menos azul que la de la mar. Estuvo pensando, muy quieto, durante unos segundos y, tras lanzar una moneda al aire, decidió avanzar en contra de la corriente: las monedas y las ballenas le llevarían a su destino; la suerte estaba de su lado, la voluntad seguía junto a él, no podía fracasar. Después de dos jornadas de navegación a ras del agua, una noche, mientras dormía, lo despertó la lluvia más estruendosa que había escuchado jamás. Tan fuerte y tan espesa era, que casi abollaba el techo del batiscafo, y lo hacía girar como a una pelota en la hierba: el techo era el suelo, el suelo era el techo. Giraba y se hundía sin control. Ascendía y volvía a hundirse. Cuando por fin Jaivle se hizo con los mandos, abrió la escotilla, y vio, bajo la luz de la luna, una cascada enorme en forma de hoz, rodeándole, una cascada que atraía las cosas y las engullía hacia las profundidades. El viaje del submarino había terminado. Tuvo que esperar al amanecer para ver en todo su esplendor a las cataratas, y a los árboles que se asomaban por el horizonte de estribor. Solo entonces Jaivle sacó por la escotilla los elementos necesarios para montar el globo, incluidos los dos lados de la canasta. Los volvió a unir con colas de carpintero y, sobre la superficie del batiscafo, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de montaje, comenzó a hinchar el aerostático. La tela arrugada se fue estirando y levantándose como un gigante después de la siesta, un gigante redondo, con la tripa llena de aire caliente, elevándose sobre el submarino, sobre el río, y sobre la catarata, que jugó un rato con el submarino hasta hacerlo desaparecer para siempre. Y siguió ascendiendo hasta más allá de la copa de los árboles, hasta que los árboles se convirtieron en una gran mancha verde, y entonces, por primera vez, vio, con la claridad que se ven las cosas desde las alturas, el río de cauce tortuoso que lo había llevado hasta allí. Lo malo de los globos es que no tiene timón, pensó Jaivle. No van hacia donde queremos sino hacia donde el viento quiere. Pero eso a él no le importaba, cualquier destino era acertado si lo acercaba a la mujer de la que cada día estaba más enamorado. Y esa mujer podía estar en cualquier parte. El globo recorrió el cielo de la selva entera. Atravesó varios ríos. Fue refugio de toda clase de pájaros, que se agarraban con las patas a los banderines, y se dormían dejándose llevar. Y un día, la selva se acabó, y apareció el mar de hielo: el mismo que había sustituido a su amada en el cristal del televisor. Entonces el globo se fue arrugando y comenzó a descender. Jaivle abría cada vez más el quemador, acercando la llama a la lona para desprender los témpanos que se adherían a ella. Tanto la acercó, que la lona acabó prendiendo y la canasta, a la que ya alcanzaba el fuego, se precipitó sobre el hielo. Primero fue el susto de la caída. Después palparse los huesos por si alguno de ellos se hubiera roto. Después apagar el incendio para que no se derritiera el suelo. Y cuando ya se hubo serenado, Jaivle miró a su alrededor, y vio un desierto blanco y frío extendiéndose por todas partes hasta el infinito. Desde arriba, si algún pájaro hubiera pasado volando, habría visto un hilo de humo saliendo de unas brasas, y un hombre solo, muy solo, en medio de la nada. Pero no pasó ningún pájaro. El amor debió hacer a Jaivle invencible. Lejos de rendirse, arrancó la tela del globo que no se había quemado e hizo una cabaña con ella. Con la sierra que utilizó para partir en dos la canasta, abrió un agujero en el hielo, y echó por él un hilo atado a un anzuelo que fabricó con tornillos y otros restos del globo, y en el que insertó lo único que le quedaba de comida: un dátil seco. Una hora después no había pescado nada. Un día después seguía sin pescar nada. Una semana después, con el hilo resbalándole entre los dedos, sintió al miedo trepando por sus piernas, y las lágrimas comenzaron a rodar mejilla abajo. Entonces soltó el hilo, se desnudó, se acostó en el suelo helado, y se quedó dormido. Cuando se despertó descansaba en la cama de un hospital. Una expedición que se dirigía al Polo Sur lo había encontrado en medio de la nieve. Allí se recuperó de las quemaduras del hielo, recuperó el tacto en los dedos de las manos y de los pies, casi congelados cuando la expedición lo encontró, recuperó los kilos perdidos, el color natural y los 36 grados y medio a los que el cuerpo -febril durante varias semanas- se resistía a volver. Pero había perdido el valor y la voluntad. Hasta el blanco de las paredes de aquel lugar asustaba al pobre Jaivle. Después de salir del hospital vagó durante mucho tiempo sin rumbo y sin ganas, bebiendo solajes de vino y comiendo lo que a la gente le sobraba. Y así una calle lo llevó a otra, y otra calle lo llevó a un barco, y un barco a un tren. Siempre viajando de polizón, siempre escondiéndose. Y un tren a una ciudad, y una ciudad a otra ciudad. Hasta que llegó a la suya. Se reencontró con sus aceras, con sus esquinas, con sus arboledas y con sus plazas. Y recordó su antigua casa, que hacía tanto tiempo que no veía, y que ya no era suya. Sus pies lo condujeron sin prisa hasta ella. Estaba igual que cuando la había dejado. La valla parecía recién pintada, su jardín seguía verde, y las enredaderas de hiedra trepaban junto a las ventanas. Entró en el jardín, se acercó a una de aquellas ventanas, puso sus manos sobre el cristal a modo de visera, y se asomó al interior. Un escalofrío le recorrió el espinazo al descubrir sus mismos muebles allí dentro, su misma ropa colgada de la percha, su mismo sombrero en el recibidor. Y entonces la vio a ella, con sus labios carnosos y sus ojos grandes, ingrávida y traslúcida como un fantasma. Estaba de pie, junto a una tabla de planchar, con una camisa del propio Jaivle entre las manos. Se movía como si flotara, sin los altibajos normales que se producen al caminar. Cuando terminó de planchar, plegó la tabla, y abandonando el salón hacia el pasillo. Jaivle corrió por el jardín de ventana en ventana, buscándola en todas las habitaciones. Como no la encontró, acabó trepando por las enredaderas hasta la planta de arriba, donde estaban los dormitorios. Se asomó a uno de ellos y, todavía quedó más sorprendido, al encontrarse a sí mismo vaciando los armarios y haciendo las maletas. Estaba terminando de abrochar las correas que cerraban su equipaje, cuando ella entró en la habitación. Pero él, o ese otro Jaivle que vivía allí dentro, no pareció darse cuenta de su presencia. Cogió una maleta con cada mano y echó a andar. Al salir de allí, atravesó el cuerpo intangible de la mujer, que se encogió de dolor y se hizo un poco más transparente. Agarrado a la hiedra, Jaivle escuchó sus propios pasos bajando las escaleras, escuchó el portazo que él mismo había dado al salir, pero no pudo mirar a atrás por miedo a caerse. Durante un momento le pareció ver a la mujer flotando por el cuarto, desapareciendo mientras él se iba quedando sin fuerzas. Le pareció que comenzaba a llorar sin muecas que estropearan su belleza. Jaivle acercó su cara a la ventana y besó el cristal, que se fue ablandando y humedeciendo bajo sus labios. Y por un momento, creyó haber encontrado el ángulo mágico que le permitiría regresar. Después sus manos se soltaron, y su cuerpo se deshizo en un enjambre de puntos: blancos, negros y grises; como la nieve que aparece en el televisor cuando busca una señal que no encuentra. Y un mar de hielo comenzó a devorar el paisaje.