Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

viernes, mayo 05, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

EL VENTILADOR, MÁQUINA... (el título debe leerse como si lo cantara Gato Perez)

Hará unos siete años que compré mi primer ordenador. Un ordenador que ya no tengo. Escribí mis primeros relatos con él. Si no lo hubiera comprado quizá no hubiera empezado a escribir nunca; soy muy caótico cuando escribo (o soy muy caótico a secas) y odio mi caligrafía desgarbada (no solo la odio yo; todo el que la contempla la odia, y no pretendo ahora dar pena: es así como sucede: la miran y la odian), como la de un niño que no acabara nunca de crecer. Con aquel ordenador conseguí superar, dentro de lo razonable, mi anarquía (por llamarla de una forma poética) personal. Un día, uno de los ventiladores que debían enfriar su mecanismo, comenzó a dar problemas. Nada más conectarlo, el ordenador sonaba como una máquina de afeitar eléctrica, pero mucho más fuerte que esos aparatos, que no escucho desde que dejé la casa de mis padres. Gracias a Dios solo lo hacía cuando la conectaba. Poco a poco el ruido iba ganando volumen y después, de pronto, desaparecía; como si el ventilador hubiera conseguido por fin volver a girar con normalidad, o como si después de intentarlo, hubiera perdido definitivamente la batalla y se hubiera parado hasta la siguiente ocasión en que necesitara ponerlo en marcha. Con el tiempo el ruido fue en aumento, casi vibraba toda la carcasa (quizá tampoco era para tanto, quizá exagere, quizá no debiera poner tantos paréntesis en este texto: digresiones que acabarán haciendo perder el hilo hasta a los mejores lectores. Quizá). Hasta que descubrí que con un manotazo seco, el ventilador abandonaba la lucha o volvía a funcionar, no sé, pero dejaba de sonar mucho más fuerte que una maquinilla de afeitar eléctrica, como la que tenía mi padre. Con el tiempo me cansé de golpearlo, o tuve miedo de acabar de romperlo, y descubrí que poniéndole un libro encima (un libro de peso), dejaba de quejarse. Comencé con el Aristos que siempre tengo a mano. Y durante un par de semanas, el ordenador dejó de bramar, hasta parecía curado por completo. Pero si alguna vez cogía aquel diccionario para buscar el significado de una palabra, y se me olvidaba colocarlo luego sobre él, bastaba con apretar el botón de encendido para que este reclamara su libro con violencia. Un día, llevado por mi imaginación, al igual que mi letra, infantil, decidí quitar el Aristos de allí y poner en su lugar uno de los tomos del María Moliner. El experimento era sencillo (tampoco se le puede pedir gran cosa a una imaginación infantil), se trataba de comprobar si el ordenador tenía alguna preferencia por el Aristos. Por lógica, se suponía que era el peso del libro el que hacía que la chapa de la carcasa presionara en alguna parte y acabara con el ruido. Siendo así, el María Moliner debería ser más efectivo que el Aristos, pues su peso triplica al del primero. Así pues, cambié los diccionarios, puse el ordenador en marcha, y este comenzó a berrear todavía más fuerte que una máquina de afeitar eléctrica (que la máquina de afeitar eléctrica de mi padre, que una vez me pellizcó y nunca volví a usar). Aquel empirismo pazguato (Pazguato. Diccionario Aristos ilustrado, página 454; justo arriba de la palabra “pazo”, lo que me trae a la memoria el viaje que hice con mi mujer hace muchos años a Galicia, pero que nada tiene que ver con la historia actual) me llevó a la conclusión, posiblemente equivocada pero romántica (que hermoso fue aquel viaje), o al menos atractiva, de que mi ordenador tenía más querencia por unos libros que por otros. No sé que criterio debía seguir, puesto que tan bueno, sino mejor, es el María Moliner que el Aristos, pero el caso es que a mi también me ha gustado siempre más este último. De este modo, y para llevar un poco más allá mi romántico, infantil, pazguato e interesante experimento, decidí probar diferentes libros que tenía en los anaqueles de mi librería. Rugió mucho con “Jazz y días de lluvia”, de Antonio Martinez Sarrión, y aun más con “El palacio de la luna”, de Paul Aster, también rugió con “La sonrisa etrusca”, de José Luís Sampedro, y con casi todos los de Borges, del que estoy seguro que es un genio que siempre se me ha atragantado. Sin embargo con el leve peso de “Pedro Páramo”, el ventilador, o lo que fuera que provocaba el ruido, dejó de sonar, y también bajó mucho el sonido con “La invención de la soledad”, de Auster, y con “La noche del Oráculo”, del mismo autor, con “Sostiene Pereira” de Tabucchi y con “La tregua” de Mario Benedetti (apenas cien gramos de hojas, o menos, apagando aquel ruido infernal). Cuando le puse un libro de Roberto Bolaño encima, el ordenador intentó callarse hasta un límite como nunca se han callado ni siquiera los ordenadores más modernos y silenciosos, creo que hasta los demás ventiladores se solidarizaron con el enfermo (o velaron la belleza de las palabras que se intuían a través de la chapa y de las tapas de los libros). A partir de entonces dejé de leer las reseñas literarias en los periódicos y en las revistas especializadas, y de ver los escasos programas de televisión literarios, y los de la radio también. En lugar de eso me iba a una biblioteca cercana, sacaba cuatro o cinco ejemplares y los llevaba a mi casa para que el ordenador eligiera los que me interesaban. Al día siguiente devolvía los libros (ante la mirada perpleja, desconfiada, insidiosa de la bibliotecaria, que no acababa de entender que estaba tramando), y compraba en la librería el libro que mi ordenador me recomendaba (no puedo abandonar los libros que me gustan, necesito tenerlos siempre cerca, no entiendo las bibliotecas). Nunca fallaba. Y aquella pequeña ayuda me hizo la vida un poquito más feliz (feliz es una palabra peligrosa... Y falsa... Yo fui feliz en aquel viaje a Galicia... Teníamos poco más de veinte años y no habíamos volado gran cosa hasta entonces... Es una palabra muy peligrosa). Hasta que un día se me ocurrió pensar que ocurriría si ponía sobre aquella carcasa los relatos que yo había escrito. ¿Sería capaz también aquel cajón metálico y ruidoso de seleccionar entre mis propios relatos? Busqué unos cuantos a los que les tenía bastante aprecio, y fui poniéndolos sobre él. El ordenador calló en los cinco primeros, pero en el sexto, un relato de infancia que yo apreciaba casi más que ningún otro, en el que mi abuelo me pillaba fumando un cigarrillo, y en lugar de gritarme, él, que también lo tenía prohibido, por cosas de los bronquios, sacaba un paquete de rubio y me ofrecía uno de aquellos que eran más suaves (toma estos, dijo, son más suaves), y nos convertíamos en cómplices. En aquel relato, decía, el ordenador se puso a gruñir como un energúmeno. Lo intenté varias veces y todas gruñó, así que acabé por convencerme de que no le gustaba mi relato. Justo en aquellos días, andaba terminando yo otro cuento (un cuento caótico como éste, como todos mis cuentos) en el que había invertido cerca de tres meses y mucho esfuerzo. Y entonces, por primera vez desde que comenzara esta especie de juego en el que andaba metido, sentí miedo. Pensé en que ocurriría si al ordenador no le gustaba lo que había escrito, si se ponía a gruñir como la asquerosa máquina de afeitar que daba pellizcos en los labios de los adolescentes que se intentaba afeitar por primera vez con la cara llena de granos. Después pensé que la cosa tampoco era tan grave; en el caso de que gruñera siempre podía buscar un nuevo final para mi cuento, o cambiar alguna frase incorrecta hasta que la máquina dejara de quejarse; escribir adecuándome a lo que ella esperaba de mí, escribir teniéndola en cuenta, escribir hasta agradarle, y buscarlo de todas las formas posibles, buscar su silencio a través de los laberinto en el que se perdían mis caóticas historias. Cogí los folios y los puse sobre el ordenador (siempre he preferido la palabra computadora para referirme al ordenador. Supongo que porque es femenina, no sé. Pero nunca la he usado). Acerqué el dedo y oprimí el botón de encendido (la primera vez que vi una computadora fue en Valladolid, mientras hacía la mili. El capitán se había comprado una y la trajo a la Farmacia Militar para enseñárnosla. Cientos de palabras verdosas corriendo hacia abajo sobre una pantalla negra. O no eran verdosas. Y todos mirábamos absortos sin entender nada. Ahora me parece romántico –como aquel viaje hicimos al Norte, como las primeras veces que hacíamos todas las cosas-. Pero entonces me dio terror; parecía intuir que aquella pantalla negra lo acabaría cambiando todo... Unos años después volvería con ella a aquel mismo lugar, a aquella misma ciudad en la que aprendía a leer literatura disfrazado de soldado, se cortaría el pelo por primera vez, y por primera vez veríamos el atlántico, y nos quedaríamos absortos frente a sus enormes mareas. Y también por primera vez compraríamos un paraguas de muchos colores, y caminaríamos cogidos bajo la lluvia. Lejos, muy lejos de todas partes.)
-FIN- Pepe Lillo.