Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

domingo, junio 11, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Fuego fatuo. Godiva

Como yo era el delegado me tocaba llevar el cartelito de las narices: “4º A”, y conducir mi parte del rebaño escaleras abajo como si fuera el entrenador paleto de un equipo de chichinabo. Tuvieron que hacer el simulacro de incendio justo el día en que la del asiento de delante, Irene Martín, llevaba el tanga morado y por encima del vaquero se le veía hasta la mitad del culo, con lo cual me estaba pasando la hora de estudio de lo más entretenido imaginando excusas para dejar caer un lápiz entre sus dos mofletes. Todo el mundo rajando menos yo, que como digo me dedicaba a la contemplación de la naturaleza. -Tú, pasmao- me dijo el gordo Ballesteros clavándome dulcemente el codo en el hígado -¿es que no oyes la alarma?...Joer, es verdad, pues habrá que salir echando leches. Y así que nos fuimos. Haciendo como que nos dábamos prisa pero pasando de todo y con mucho cachondeo. Todos en fila india, yo con el cartelito de marras, Irene perdida en la masa, los profesores con chaleco fluorescente (había que ver a la Petri, una pasa con gafas vestida de Piolín) yo buscando culos con tiras moradas...(Irene, dónde te metes, tía)... De tercero para arriba bajando por el lado derecho de la escalera, y los enanos por la izquierda para evitar aplastamientos... Tenía que estar el director justo detrás de mí cuando dije: -Aquí hace falta algún cojo para dar ambiente- y ponérseme al lado, subido en su zapato enorme de cojo y en su cara de mala leche, para decirme: -Abróchese la bragueta, García.- Qué cabrón, era verdad. Además se me veía el estampado de esos calzoncillos horribles que compra mi madre en el Carrefur...Y no sólo eso, tuve también que pasar mirando las puertas de los váteres mientras bajábamos armando bulla con esa alarma de mentira pegada a la oreja. Escondidos malamente detrás de una puerta estaban Irene y el cachas capullo de Carlos Abad pasando de incendios de mentira y dándose el lote bien a fondo. El guarro de él la estaba comiendo los morros mientras le amasaba el culo a dos manos. Llevé hasta el patio a los míos y los dejé a salvo del fuego invisible como un héroe de todo a cien, que es lo que soy, siempre cumpliendo con mi deber, siempre pringando. Después subimos todos a clase, recogimos los trastos y marchamos para casa. De camino al metro me fijé en el indio que vendía pollitos de cuerda en una manta. Dejé la mochila en el suelo y me senté a su lado. Saqué el cigarro que no quería encender y le pregunté si tenía fuego. Sus patéticos pollitos de todos los días daban vueltas a nuestros pies. Me dio fuego mirándome con una cara un poco rara. Antes de que me soltara un sermón o similar le conté que hoy un tanga morado había dado un giro a mi vida, que había cambiado mi brillante futuro de ingeniero aeronáutico por el de bombero cachas y héroe a jornada completa, y que mañana mismo me pensaba apuntar a un gimnasio y dejarme de tanto libro, tanto ordenador y tanta mariconada. No sé si entendía una mierda de lo que le estaba diciendo, pero por mí como si se opera. Lo malo es que el tío se lo montó para venderme un pollito. Algo me dice que no aprenderé nunca