Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

lunes, junio 05, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

De las 3017 noches con Aníbal. Rosa Burdo

Me gustaba la forma que tenía de quitarse las gafas, de derecha a izquierda, como si decidiera de repente abrir una puerta a los ojos. Y sus manos, también me gustaban sus manos. Pinta, me dije cuando las vi, esos dedos largos saben dibujar. Aníbal pintaba escaleras imposibles que nunca llegaban a ninguna parte. También me gustaba eso. En realidad lo que me gustaba era que él contara con aquel enigma para que yo pudiera ir descubriendo el motivo que se encontraba camuflado en cada peldaño que formaba parte de esas escaleras que ascendían –siempre pensé que las escaleras de Aníbal eran sólo de subida- para no llegar a ningún sitio. Las barandillas siempre eran diferentes. Las escaleras no. A veces, las visualizo sin darme cuenta. Negras, a carboncillo, con esas balaustradas exquisitamente trabajadas junto a unos escalones anodinos que se repiten para continuar sin cometido. Una vez leí que uno de los mandalas –esos dibujos orientales geométricos- se basa en un koan, una especie de frase zen que no espera respuesta: “... No se rigen por cuestiones estéticas aunque el resultado final lo sea, sino por una evolución del pensamiento acerca de las grandes preguntas existenciales, y mientras coloreas una figura de ésas sucede algo que tiene que ver con la meditación y la serenidad. Puede que también con el fluir de la vida...” Quizá lo de Aníbal fuera algo así. Aunque él no coloreaba, le dedicaba mucho tiempo a cada obra a pesar de esa capacidad suya para dibujar en mucho menos tiempo. Cuando miro uno de sus dibujos de barandillas negras y escaleras me doy cuenta de que en realidad están llenas de improvisados pensamientos. Aníbal no era de los que pensaban en el fluir de la vida, al menos no de forma quimérica. En la serenidad no sé. Para Aníbal el fluir de la vida era pensar en las futuras modificaciones de la última aplicación bancaria. El artesonado de sus balaustradas lo convertía en algo tan complicado como el lenguaje financiero. Era muy racional, demasiado racional, sin embargo lloraba con la música sacra y utilizaba el pañuelo más que yo con películas de amor de serie B. Así, a grandes rasgos, era él. Aníbal me quería. Aún me quiere dice, pero no como antes, matiza. En una de las noches tres mil (pasamos juntos 3.017) estuve a punto de pedirle que me contara las diferencias pero no lo hice. Para qué pensé, tampoco yo le he dicho nunca que solía quererle mucho en nochevieja y un poco menos cada día de año nuevo. Aníbal era racional, yo rara. Él pintaba escaleras imposibles y yo creaba viñetas imaginarias del mismo estilo con nuestra vida. En nochevieja me vestía de negro y me sentaba sobre sus rodillas. Aníbal me agarraba por la cintura y me besaba en el cuello antes de empezar a tomar las uvas. Después de las campanadas me levantaba, brindábamos, nos besábamos, y luego ya, sin más, le quería un poco menos. Aníbal pensaba en el fluir de su vida mientras dibujaba. Colocaba secretamente sus pensamientos en el artesonado de las barandillas y los peldaños de escalera. Yo pensaba en el fluir de la mía mientras vivía a su lado y del mismo modo los instalaba de forma invisible en mis largos silencios. Aníbal dejaba abstracta constancia de los suyos a través de esas escaleras. Yo en cambio podía cambiar los míos, darles la vuelta, imaginarlos de otro modo, exactamente igual que hacía en nochevieja.