Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

martes, agosto 29, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Olivier. Manuel Navarro

A los pocos días de llegar a la playa, eché en falta a la mujer francesa que solía jugar con el marido a las palas, metidos en el mar con el agua hasta las rodillas. El hijo, un muchacho discapacitado, se colocaba de pie en la orilla con una pala en cada mano, peloteando consigo mismo, esperando que alguno de sus padres quisiera jugar con él, cosa que no era muy frecuente. Así se pasaban los tres casi toda la mañana. Este año, el padre jugaba con el muchacho dentro del agua, como lo hiciera en el pasado con su mujer. Me extrañó verles a ellos dos solos, y me pregunté por qué no estaba la mujer. Había muerto, eso es lo que pensé. Podía haber pensado que el matrimonio se había separado o que ella se había quedado en Francia cuidando a su madre enferma, o trabajando, pero pensé que ella había muerto. Era una mujer muy delgada y tal vez había muerto de cáncer. No sé, una vez les vi en el bar de la esquina de mi calle y ella estaba fumando. Cáncer de pulmón, seguramente, eso pensé. A partir de entonces, sentí lástima del marido y, sobre todo, del hijo. Pero me alegré de ver cómo ahora se habían reencontrado los dos. Incluso me pareció que el padre bromeaba con el hijo, le sonreía, le daba palmaditas en la espalda, en una palabra, se necesitaban el uno al otro. Cómo une a las personas el hecho de perder a un ser querido. Estuve a punto de preguntarles cómo había sido, cuándo, pero no me atreví. Al fin y al cabo, sólo les conocía de haberlos visto anteriormente en la playa jugando a las palas, y al chico bajando la sombrilla, clavándola en la arena y esperando con las palas en la orilla del mar. Nunca había hablado con ellos. Un día me decidí a preguntarle a Olivier, así me dijo que se llamaba. Pero me pareció que debía sonsacarle la respuesta sin hacerle sufrir con una pregunta directa. Así que le dije, Olivier, ¿tu madre no está?, y él se limitó a decir que no. Y yo no necesité más preguntas ni más respuestas. A partir de ese día Olivier se acercaba a saludarme cuando me veía y nos estrechábamos las manos, y yo le hubiera dado un abrazo de pésame, pero no me parecía correcto, qué podía pensar su padre si me veía. Me di cuenta más tarde de que Olivier no comprendía bien el castellano, sabía sólo algunas palabras. Así que cuando le veía me esforzaba por saludarle en su propio idioma, y él me contestaba y sonreía. En eso, una mañana, cuando daba mi rutinario paseo, vi a la madre jugando a las palas con el padre, con el agua hasta las rodillas y a Olivier esperando en la orilla con las dos palas y la pelota. Lejos de alegrarme, me sentí contrariado. Supongo que porque ahora Olivier estaba de nuevo solo.

lunes, agosto 28, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Ver. Rubén

Mi padre dice que con dos o tres años estuve varias horas mirándome las manos, que ese día las descubrí, las aprendí, y las observé como se observa algo por primera vez. Es posible que sea esa la razón, pero yo no lo creo. Sin ir más lejos, esta tarde me la he pasado mirando un trapo porque me sentía a gusto; nada me parecía tan importante como él; es decir, sí me lo parecían: el respaldo de la silla de donde colgaba, la pequeña mesa que había delante, las migas de pan sobre ella, la botella de agua vacía, el tapón al revés... esas cosas, todos los detalles imaginables de su pasado, su presente, y su futuro, importaban como en un haikú. Ha sonado el teléfono. Era mi padre, para saber cómo me iba todo. Naturalmente, no le he dicho que estaba pasando una tarde perfecta, mirando el trapo y fumando, aunque he estado a punto de preguntarle cuándo y por qué dejé de mirarme las manos aquel día. Quizá también fue él quien me interrumpió, haciéndome una carantoña o algo. Quizá desde entonces no he salido del todo de aquel estado. Porque, ahora que las miro, mis manos son demasiado pequeñas para mi edad. Por otra parte, lo del trapo de hoy no ha sido un hecho aislado. Hubo otras cosas: un estuche, un limón, un palo, una foto, el fuego... Al dejar a mi padre no he sido capaz de volver a sentirme a gusto, así que he llenado la botella, la he tapado y la he guardado en la nevera. Después, con el trapo he amontonado las migas de pan en el borde de la mesa y las he volcado sobre la mano libre; más de la mitad se me han ido al suelo y otras muchas se han quedado pegadas en el trapo; en la mano sólo había once. Ha sido un momento triste. Me he quedado quieto, sin saber por dónde empezar ni qué hacer ante semejante ecuación. El suelo, el trapo, la mano, el trapo, la mano, la mano, el suelo, el trapo. Me he quedado quieto, digo. He visto que mis manos son demasiado pequeñas para pedir limosna. Tendría que juntar las dos y parecería que quiero comulgar o beber de un río o fuente. Las personas a las que me acercara me temerían y me tomarían por loco, hasta que diera con un cura o un loco de verdad que se creyera agua. He visto que mi mano es demasiado pequeña para dar de comer a un toro; en este caso no podría juntar las dos porque con la otra lo estoy citando con el trapo. El toro me embestiría pero me temería y me tomaría por loco de todos modos. He visto a un pantocrátor que limpia las migas del mundo en vez de saludar como un motero. Los católicos comerían carne los viernes de cuaresma y dejarían de comer pan, y los moteros llevarían un trapo atado a la mano izquierda para saludarse en carretera... Otra vez ha sonado el teléfono. Era mi padre, para saber cómo me iba todo.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Hijas. Valeria Madre Riotinto (en Cuaderno de todo)

A veces, desde mi cuarto en silencio, siento a mis hijas que se mueven por la casa, dos seres circulando con independencia que utilizan el video y la tele, el mando a distancia, que cogen galletas de la cocina, que usan el servicio. A veces las miro y me parece increíble que sean mis hijas, que yo las haya tenido, que exista un pasado en el que yo haya vivido alguna vez en pareja. Hay un libro de familia que lo dice, pero es una época que parece que se hubiera borrado, que estuviera muy lejos. Hace poco, sintiendo esa extrañeza de que sean mis hijas, decidí hacer una prueba con la pequeña, de cinco años, que a la vez fue como un juego que después he repetido de vez en cuando. Le pregunté: –¿Pero tú quien eres? ¿Quién eres? –Soy tu hija –me contestó extrañada. –No, pero igual eres la hija de mi hermana, de una amiga. Igual eres la hija de otro. –Que no, que soy Mariela, que soy yo –dijo riéndose. –Pero igual eres alguien que se ha disfrazado de Mariela y me estás engañando para que yo te quiera. –Que no, mira, que llevo mi pijama –contestó un poco más seria. –Pero cualquiera puede ponerse tu pijama. –Ya, pero... mira la muela empastada que tengo, ¿no lo ves? Soy Mariela –dijo abriendo la boca de par en par. –Hay mucha gente que tiene muelas empastadas. Decidí no seguir con la broma porque su cara cada vez reflejaba más enfado y tiene muy mal genio. Terminó gritando, furiosa: –¡Que soy tu hija! Reconozco que me gustó escucharlo, aunque ya lo supiera. Y cuando lo escuché la compensé con un abrazo fuerte, le dije que era verdad, que era mi hija. Ella también busca sus confirmaciones, sobre todo cuando me pregunta, sin venir a cuento: –¿A que estás muy contenta de tener dos hijas?

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

PRINCESAS. Ana Polar.

Cenicienta De repente se quedó ciega Todo era Ratas Mugre y calabazas No fue el zapatito Es mentira que fuera un hada La que la convirtió en princesa de cuento Fue un beso Que el príncipe le dejó sobre la cama Ella, como sólo veía porquería, Se lo tragó sin darse ni cuenta Era inevitable que resplandeciera la noche del baile Perdió el tamiz de sus ojos Ahora vive encima de mi casa.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Cínico, pánfilo. Godiva

Soy filósofo. Lleno mi nevera con el dinero que me pagan por pensar y por dar clase a universitarios desmotivados que se creen todo lo que digo como si fuera el primer hombre que ha pensado jamás en la tierra. Devoran pensamiento ajeno por no mover una puta neurona, no sea que duela. Hoy me he levantado aventurero. Estoy pensando en alguna actividad física aparte de follarme a la última deslumbrada por mi calva y mis rancios conocimientos, que ellas consideran brillantes porque los adorno con mi verbo florido, pero el diablo y yo sabemos que no son más que balas de fogueo, material hipnotizante pre-coito. El engaño es mutuo y los dos implicados hacemos la vista gorda. Yo hago como que ella no busca nota por el morro, y ella me adora de mentira como si yo fuera una mezcla entre Einstein y Tarzán. Simbiosis efímera y perfecta como lo mejorcito de la vida. Otros tienen cochazo, hermosura o inteligencia emocional. Yo, afortunadamente, una barriga tragona, desapego, y un buen pico relleno de una muy práctica lengua. He cerrado la persiana a las ocho porque el sol me caía directamente en los ojos y quería seguir durmiendo. Después de confirmar medio deslumbrado que la madrugadora de bata de guata y escote reventón no estaba aún tendiendo la ropa, he remoloneado un rato en la cama decidiendo cómo desoxidar un poco esta carraca llena de nicotina y crujidos que es mi cuerpo. No porque quiera llegar a viejo (más viejo), que eso es independiente de las ganas que uno tenga y no son demasiadas en mi caso, sino por variar, a ver qué pasa. Voy a comprarme unas botas de monte y una tienda de campaña para dormir como quien dice al raso. Y unos prismáticos, una cantimplora y una brújula. Y me iré a escuchar conciertos de grillo, y a joderme un poco los juanetes andando campo a través, como un peregrino en ruta, con las estrellas de los poetas riéndose de mi calva. Sin teóricos ni teoría, todo praxis. Nunca lo he hecho y me apetece. Yo solo conmigo mismo unas cuantas noches, a ver si me aguanto. Porque soy yo solo. Estoy solo y no pasa nada. A ver qué pasa estando aún más solo. ....................................................................................... La cincuentona de “All sport” me jodió el plan. Será parte de la política de ventas incluir a la dueña del negocio en el pack deportivo, pero la muy bruja me ha retorcido las ideas como se retuerce una bayeta vieja y blanda, y eso no entraba en mis planes. Ni escote reventón, ni empollona entusiasta, ni joven, ni guapa. Tetas pendulonas, cintura recta y culo plano. No recuerdo qué fue lo que hizo, qué me dijo, con qué ojos me miró, el caso es que mi pretendido paseo solitario de prejubilado pedante y cascarrabias se convirtió en un dueto inesperadamente agradable. Joder, lo que sabe esta mujer de todo: de campo, de estrellas, de bichos, de olores y de plantas, del mundo y alrededores, de música, de sexo...Y con lo que ya sabe de mí casi podría dar clase en mi lugar. Ella es ahora quien cierra la persiana cuando entra de lleno la luz. Luego repta a mi lado con cara de borrachuza miope, se pega a mí ronroneando y se vuelve a dormir. Al poco me levanto yo y hago el café. El nivel máximo de aberración y negación de mí mismo lo alcanzo cuando se lo llevo a la cama en una bandeja, tostadas incluídas, sin gran esfuerzo de mi parte. Efectivamente, soy una bayeta vieja y blanda. Pero no pasa nada. Que no cunda el pánico. Salgo ahora mismo para clase y haré lo posible por que nadie note que soy feliz.
Porque soy yo solo. Estoy solo y no pasa nada. A ver qué pasa estando aún más solo.

miércoles, agosto 23, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

El dolor ambulante. Carlos Carrión

Lo que más me costó fue meter el edredón gordo de invierno en aquella bolsa del Carrefour, la misma en la que había permanecido guardada durante todo el verano, sobre la repisa superior del armario. Si de mi dependiera, lo guardaría tal cual, sin reparar en la necesidad de protegerlo del polvo; suele ser mi madre la que se da cuenta por mí de ese tipo de cosas. Lo que no sé es cómo hizo para guardarlo sin que sobresaliera ni el más mínimo fleco, porque yo, por más que lo intentaba, apenas conseguía guardar esa mínima parte que ella conseguía ocultar. Pensaba en lo que me decía, siempre tan didáctica, cuando de pequeño la miraba mientras ella doblaba una sábana: “primero doblas una esquina, después doblas otra esquina, y sigues doblando esquinas hasta que ya no queden más esquinas“. Entonces yo doblé una esquina, después doblé otra esquina, y seguí doblando esquinas hasta que ya no quedaron más esquinas; después desdoblé una por una todas las esquinas que había doblado y enrollé el edredón sobre sí mismo tantas veces como pude: nada, no había manera. Era el mismo edredón que seis meses antes mi madre había conseguido introducir sin problemas en la misma bolsa del Carrefour donde yo no conseguía meterlo; era el mismo edredón que yo no conseguía guardar siguiendo el mismo procedimiento que ella había utilizado tantas veces para guardarlo al principio de cada verano. Está claro que cuando soy yo quien la aplica, la teoría se desentiende de sí misma. Fue en algún momento de mi pelea con el edredón cuando me acordé de un juego al que de pequeño jugaba yo solo porque nadie lo entendía. Consistía en descalzarme y ponerme a empujar los zapatos por el talón, con la punta del pie. Me fascinaba ver mis zapatos moviéndose por el pasillo como un par de tortugas, avanzando sin necesidad de que nadie los calzara. ¿Qué haces?, me preguntó una vez mi hermana, al verme en calcetines, empujando con los pies mis zapatos por el pasillo. Nada, le respondí yo, sólo sigo al hombre invisible que se ha puesto mis zapatos. Entonces ella se quitó los suyos y empezó a empujarlos por el talón, con la punta del pie, y fueron cuatro zapatos moviéndose como tortugas por el pasillo, calzados por un par de hombres lentos e invisibles. Al día siguiente, ella me vio otra vez siguiendo al hombre invisible que llevaba puestos mis zapatos, pero esta vez no dijo nada, se limitó a sonreír, pero no a sonreírme a mí, si no a sonreír para ella misma. Y la vez siguiente ya no sonrió; me miró muy seria y sentenció: tú eres idiota. Y yo decidí dar por finalizado para siempre aquel juego. Pasaron muchos años desde aquel día y yo por fin había conseguido que me cupiera el edredón en la bolsa, aún a costa de rasgarla por la mitad, de forma que durante el viaje me vi obligado a sostener la bolsa por la zona rota para no andar recogiendo el edredón del suelo cada dos por tres. En el contrato de alquiler no advierten que las paredes de la casa son muy finas, y no tenía más remedio que llevármelo conmigo durante aquel viaje de tres horas hacia una casa rural en la Sierra de las Nieves en la cual me reuniría con mi familia, y con familia de mi familia, y con familia de la familia de mi familia; una casa rural en la que las familias se reproducirían como esporas y a la cual yo llegaría sólo y de los últimos, en un autobús sin luz que marcharía por una carretera de montaña estrecha y llena de curvas, con esa atmósfera de ensayo general que tienen los autobuses sin luz que ruedan durante una tarde-noche de invierno por una carretera de montaña. Había terminado de preparar todas las cosas para el viaje cuando miré el reloj: tenía el tiempo justo para coger el autobús de las cuatro. Pensé en mi familia, y en las familias que le iban creciendo a mi familia; me imaginé a toda esa enorme familia durante la cena , hablando como un loco que habla solo, y me imaginé a mí mismo sentado en la mesa, asintiendo con la cabeza para darle la razón al loco. Entonces dejé caer la mochila al suelo, después la bolsa, me quité los zapatos y me puse a empujarlos con los pies por el pasillo. No sé cuanto tiempo anduve recorriendo el pasillo de un lado a otro, andando como hipnotizado tras el hombre invisible que se encargaba de mover mis zapatos a velocidad de tortuga, siguiéndole como el que sube unas escaleras mecánicas. Me acordé de un sueño que tuve de niño en el que me veía dejándome subir por unas escaleras mecánicas que me llevaban a la planta de juguetes del Corte Inglés, y las escaleras no se acababan nunca pero yo era feliz, porque veía que las escaleras subían, y que de un momento a otro estaría en la planta de juguetes. Pero cuando mi cabeza regresó al pasillo hubo un momento en el que al fijarme en los zapatos, en vez de a un par de tortugas, vi a una pareja de ancianos dando un paseo, y me acordé de un domingo por la tarde en el que me topé con una pareja de ancianos decrépitos ya, agarrados el uno al otro, ayudándose a caminar con mucha dificultad. Caminaban además por un tramo de acera muy estrecho, en el que caben dos personas a lo sumo, y mientras tanto, en aquel tramo de carretera cercano a un acceso a la autovía, ya se había formado el clásico atasco de los domingos por la tarde. Yo miraba para detrás con la intención de comprobar si venían más viandantes, porque de ser así también se hubiera formado un atasco en ese trozo de acera, pero no era una zona de mucho tránsito, de forma que el único atascado era yo. Aguardé a que aquella pareja llegara a la parte de acera que se ensanchaba. No se me puso la cara morada que seguramente tendrían los conductores en el atasco, no tenía prisa, nunca sé a donde me van a llevar los paseos del domingo por la tarde, así que me dediqué a observar a los dos ancianos, él agarrado a ella y ella agarrado a él, con un andar muy frágil que parecía que se iba a desmoronar de un momento a otro pero a la vez indestructible, un andar como el del hombre invisible que se encarga de mover mis zapatos a velocidad de tortuga. Cuando llegaron al tramo de acera que se ensanchaba yo reanudé mi paseo de domingo por la tarde, y al pasar a su lado, les miré de reojo. Tenían los dos la misma sonrisa desvalida dirigida a ninguna parte. Eran ciegos, pero no me paré a ayudarles ni les pregunté si necesitaban algo; me dio la impresión de que no necesitaban a nadie. De regreso otra vez al pasillo, me noté exhausto después de combinar mis recuerdos con ese entusiasmo infantil que me proporcionaba aquel juego, por no decir que era invierno y el suelo estaba frío y que la noche anterior había sido terrorífica. Me puse los zapatos y, sin fuerzas casi, me quedé apoyado en la pared, como si estuviera en la calle esperando a alguien. Aprovechando que tenía cerca el espejo del fondo del pasillo, quise comprobar qué cara tenía yo cuando esperaba a alguien en la calle: me pareció que tenía la cara del que lleva un tiempo esperando a alguien; exactamente el mismo tiempo transcurrido desde que ha encontrado a ese alguien. Entonces se me ocurrió llamar a Ana. Hubo un tiempo, cuando tenía unos dieciocho años, en el que cuando llamaba a Ana, encendía la tele y le pedía a ella que hiciera lo mismo; daba igual el canal que viéramos, la cuestión era ver las mismas imágenes mientras hablábamos por teléfono. Yo le quitaba el volumen a mi televisor y el sonido del suyo me llegaba a través del auricular, al igual que me llegaba el sonido de una ambulancia, el de un portazo provocado por el viento y, sobre todo, el del ladrido de un perro que según ella era el de su vecina de al lado. Hablábamos sin comentar las imágenes apenas, para mí era suficiente con saber que estaba mirando lo mismo que ella miraba, y con eso me las arreglaba para paliar de alguna manera el hecho de que viviéramos en ciudades distintas. Pero llegó un día en el que Ana me dijo que lo de estar viendo el mismo canal de televisión mientras hablábamos por teléfono le parecía una idiotez, que no le apetecía hacerlo. Para mí fue como si, estando casados, me hubiera dicho que quería irse de casa. Yo la seguí llamando por teléfono, pero desde entonces nuestras conversaciones se vieron envueltas en la misma atmósfera de ensayo general que tienen los autobuses sin luz cuando viajan de noche por una carretera de montaña. ¿Pero tú no te ibas a las cuatro?, me dijo nada más escuchar mi voz, y yo le expliqué que al final me iría en el autobús de las seis de la tarde porque la noche anterior había sido una pesadilla. Le hablé por primera vez de aquel dolor que recorría el hemisferio izquierdo de mi cuerpo desde hacía varios meses. Un dolor punzante que a veces empezaba en el cuello y continuaba por la sien para ir a parar a la muela y de ahí al pecho, aunque ese era sólo uno de sus posibles trayectos. Nunca se asentaba en ninguna zona de mi cuerpo durante demasiado tiempo, iba de una parte a otra sin que se pudiera prever a donde iría a parar; a veces incluso me hacía pensar en volutas de humo por lo imprevisible de las formas que dibujaba, porque yo llegué a pensar que mi dolor dibujaba formas dentro de mi cuerpo. Una vez, por ejemplo, lo sentí formando un semicírculo hacia abajo en mi pecho, después ascendió hacia la sien en línea recta y ahí sentí cómo me dolía en forma de gancho, así que me pareció que mi dolor había dibujado un paraguas tirado en el suelo. Nunca fui al médico para consultarle sobre aquel dolor, ni me preocupé en quitármelo de encima. Era soportable, y yo me había acostumbrado a que me molestara un poco justo cuando me metía en la cama para dormir. De hecho creo que empecé a regodearme con él, sobre todo cuando me di cuenta de que dibujaba formas, la mayoría eran formas caóticas y sin ningún sentido, pero yo llegué a investirme con el poder de otorgarle una forma definida, de moldear mi dolor como si fuera un domador de circo o un mago; un mago idiota con el extraordinario poder de volverse a sí mismo cada vez más idiota. Aquella noche el dolor se hizo más agudo que nunca, completamente insoportable, y cuando me di por vencido no encontré ni un solo analgésico en casa, de forma que tuve que bajarme hasta el ambulatorio para que me dieran algo. Cuando el pobre médico somnoliento me pidió que le explicara en qué consistía mi dolor, yo, que me había pasado meses imaginándolo en forma de paraguas o de farola, no me atreví a decirle que tenía el extraordinario poder de domesticarlo sin hacerle perder su fuerza. Le dije que quizá era un dolor de muelas y él me dio un par de valiums. Cuando me hicieron efecto ya eran las siete de la mañana. -¿No será un dolor de muelas?, me preguntó Ana. No es ningún dolor de muelas, es mi dolor ambulante. Ayer dibujó un tobogán en mi pecho, le contesté yo, metido otra vez en mi papel de mago idiota. Ella no supo muy bien qué responder; creo que yo esperaba que me contestara que ella también tenía un dolor ambulante que dibujaba paracaídas en su cuello, pero al final me acabó contando que se había levantado esa mañana con dolor de cabeza, y lo dijo con cierta timidez, como quien se da cuenta de que no está haciendo más que una concesión a un dialogo absurdo; sin duda no quería que yo me sintiera mal, y pasó a emplear un tono tan dulce como el que utilizaba cuando hablábamos por teléfono viendo las mismas imágenes, casi como si viviéramos juntos. Me dijo que estuviera tranquilo, que me haría bien ver a mi madre, y me preguntó si no estaba contento de ver a tanta gente a la que llevaba tanto tiempo sin ver. Le dije que de ninguna manera, que no tenía ganas de ver a mis hermanos ni a mis primos ni a las parejas de mis hermanos y primos, ni a sus padres y madres, que todo el mundo se divertía mucho con mi consuegro pero que a mí sus chistes no me hacían ni puñetera gracia. Ni se te ocurra quedarte otra nochebuena en casa, que ya nos conocemos. Procura pasártelo bien, me advirtió ella. Le especifiqué que nunca había pasado una nochebuena sólo en casa, que en realidad fue una nochevieja, aunque no le conté que yo tenía por sistema pasar todas las noches de año nuevo solo en casa, y me quedé pensando en que yo no quería celebrar jamás ninguna nochebuena ni nochevieja ni ver a nadie de mi familia , que lo único que quería era doblar una sábana con ella. Yo tensando el trozo de tela desde un extremo y ella haciendo lo propio desde el otro, los dos doblando al unísono nuestro extremo hasta juntar las respectivas esquinas, después volviendo a juntar las esquinas de la doblez resultante, y repitiendo la misma operación hasta que ya no quedaran más esquinas; en ese momento yo me acercaría a ella y ella se acercaría a mí como un acordeón que se pliega, y entonces, justo en el centro, uniríamos nuestras mitades de sábana. Me conmovió tanto mi idea que quise compartirla con ella: -Yo en realidad lo único que quiero es que doblemos una sabana juntos. Tú la coges de un lado, yo del otro, y nos ponemos a juntar esquinas así todo el rato hasta que...bueno, pues eso. Me quedé mirando el gran trozo de edredón arrugado que sobresalía del plástico rasgado de la bolsa del Carrefour; está claro que cuando soy yo quien se encarga de verbalizarla, la idea se desentiende de sí misma. A ella, acostumbrada a no entenderme, le dio por reírse, y en seguida, con aquel tono maternal que su voz había adoptado esa tarde, volvió a aconsejarme que procurara pasármelo bien, que seguro que al lado de mi madre empezaría a encontrarme mejor, y después, con un tono igualmente maternal pero adoptando ahora la variante de madre severa, me hizo prometerle que cogería el autobús de las seis de la tarde. Y así hice, le prometí que me iría en seguida, pero no me atreví a decirle que me había quedado atrapado en un sueño de escaleras mecánicas que no se acababan nunca. Había sido tan dulce y acogedora su voz, tan cargada de buenos deseos, que cuando salí de casa me sentí medio triste y medio feliz, con las razones que debían apuntalar una de las dos sensaciones incidiendo en las del otro lado y viceversa. Ya durante el viaje, cuando el autobús todavía no había salido de la ciudad, vi a través de la ventanilla a un hombre tirado en la carretera y una moto junto a él. Dos muchachos jóvenes se habían acercado a interesarse por aquel hombre, que tenía un enorme rictus de dolor en su cara, aunque no observé rastro de sangre alguno. En lo que sí me fijé, o al menos eso me pareció, es que uno de los pies había perdido el zapato, y que el otro, con zapato incluido, se había quedado enganchado entre los radios de una de las ruedas. El autobús se alejó definitivamente, y a mi me dio por imaginar que el hombre se levantaba como si no le hubiera pasado nada y tras buscar sus zapatos, se ponía a empujarlos con la punta de los pies por el talón, de forma que parecerían un par de tortugas que la gente se pararía a mirar con admiración. Después pensé que si el hombre hiciera eso, la gente, al verle, pensaría que se trataba de un idiota, y entonces acepté que lo más probable es que aquel hombre pasaría esa noche en el hospital, y al pensar eso me sentí afortunado por un momento, porque yo iba a pasar la nochebuena con mi familia. Dibujo de EL Dolor por José Mesa.

martes, agosto 22, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

EL VIAJE DE JAIVLE. José Vicente Aracil.

Un buen día, Jaivle compró un globo aerostático y un submarino monoplaza. Metió el quemador del globo por la escotilla y lo guardó lejos de los mandos del submarino; donde no molestara al navegar. Metió la tela del globo por la escotilla y la guardó junto al quemador. Metió el gas, las bolsas de arena, las banderitas de colores que adornarían al globo en su vuelo, las cuerdas, los tornillos, y el folleto con las instrucciones de montaje. Sin embargo, al ir a guardar la canasta, se dio cuenta de que no cabía por la escotilla. Aun así intentó introducirla empujando con todas las fuerzas de sus dos brazos y buscando el ángulo correcto por el que engañar a las dimensiones. Porque Jaivle sabía que la realidad estaba llena de ángulos mágicos que, si se acertaba con ellos, todo lo imposible se tornaba posible. ¿Cómo si no se iba a introducir un huevo de gallina en una botella?, y su padre le había regalado, de niño, un huevo de gallina en una botella. ¿Y cómo si no iba a viajar la voz por el interior de un cable retorcido, como el de los teléfonos?, o el rostro de una mujer hermosa por el aire; como la que se asomó a la pantalla de su televisor una tarde, recién despertado de la siesta. Al principio dudó de sí mismo; no sabía si aquella imagen era real, o era la cola gaseosa de algún sueño que se había escapado de ese otro lado de la realidad más resbaladizo y maleable, porque hasta entonces no había visto nunca tanta belleza. Tan confundido estaba, que se vio obligado a darse varios golpes en la cara con las dos manos para despertarse, alternando ambas mejillas en un compás de contrapunto. Pero aquella beldad continuaba adherida al cristal del televisor después de los golpes. Su hermosura era tal, que no pudo evitar levantarse del sofá y, arrodillándose junto a ella, acercar sus labios hasta besarla. Con los ojos cerrados, notó un cosquilleo en la boca, y después sintió como si el cristal de la pantalla se ablandara y humedeciera. Cuando se despegó de ella, la imagen se había ido, y un mar de hielo ocupaba su lugar. Fue entonces cuando Jaivle se dijo que no pararía hasta encontrarla. Vendió su casa. Vendió sus muebles. Vendió su ropa. Vendió todo lo que lo ataba a la certeza y seguridad de la rutina, y rompió a andar. Y cuando sus pies, después de muchas jornadas de viaje, tropezaron con el final de la tierra, compró aquel batíscafo, cuya escotilla debía tener un ángulo mágico que no encontró, a pesar de empujar el mimbre de la canasta con la fuerza de los dos brazos y desde todas las direcciones. Pero Jaivle estaba tan seguro de sí mismo, tenía tanta voluntad recorriéndole el cuerpo, que nada podría detenerlo. Así que adquirió una sierra en una tienda, y partió la canasta en dos mitades que ahora sí entraron en el submarino. Adquirió también cola de carpintero para reconstruir la canasta cuando la fuera a utilizar. Y tras guardarlo todo, cerró la escotilla con sudores y gruñidos metálicos, y se hundió bajo la superficie del mar. En su viaje atravesó campos de poseidonia llenos de girasoles marinos, grutas laberínticas, bancos de atunes y arrecifes colmados de caballitos de mar. Persiguiendo el canto de las ballenas, acabó desorientándose y perdiéndose en abismos en los que nunca entraba la luz. Y un día, le pareció ver un cachalote frente al cristal empañado de su submarino. Limpió el vaho con la manga de su camisa y comprobó que realmente era un cachalote; pero el animal no iba solo: una familia de cachalotes buceaban girando alrededor del batiscafo. Jaivle pensó, que en su desorientación, había ido a parar a un río y, lejos de enfadarse, se alegró; ya que ni él mismo conocía su destino y cualquier lugar podía ser propicio para encontrar a la mujer que buscaba. Cuando los cachalotes se marcharon, Jaivle sacó el periscopio y puso rumbo hacia la superficie. Poco después el periscopio salía fuera del agua y Jaivle comenzaba a dar vueltas, con el ojo izquierdo pegado a la lente del visor, en busca de tierra. No la vio. Si aquello era un río, se dijo, era el río más ancho que había visto –y hasta imaginado- en toda su vida. Al fin optó por abrir la escotilla, salir afuera y probar el agua, que era tan dulce como esperaba y menos azul que la de la mar. Estuvo pensando, muy quieto, durante unos segundos y, tras lanzar una moneda al aire, decidió avanzar en contra de la corriente: las monedas y las ballenas le llevarían a su destino; la suerte estaba de su lado, la voluntad seguía junto a él, no podía fracasar. Después de dos jornadas de navegación a ras del agua, una noche, mientras dormía, lo despertó la lluvia más estruendosa que había escuchado jamás. Tan fuerte y tan espesa era, que casi abollaba el techo del batiscafo, y lo hacía girar como a una pelota en la hierba: el techo era el suelo, el suelo era el techo. Giraba y se hundía sin control. Ascendía y volvía a hundirse. Cuando por fin Jaivle se hizo con los mandos, abrió la escotilla, y vio, bajo la luz de la luna, una cascada enorme en forma de hoz, rodeándole, una cascada que atraía las cosas y las engullía hacia las profundidades. El viaje del submarino había terminado. Tuvo que esperar al amanecer para ver en todo su esplendor a las cataratas, y a los árboles que se asomaban por el horizonte de estribor. Solo entonces Jaivle sacó por la escotilla los elementos necesarios para montar el globo, incluidos los dos lados de la canasta. Los volvió a unir con colas de carpintero y, sobre la superficie del batiscafo, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de montaje, comenzó a hinchar el aerostático. La tela arrugada se fue estirando y levantándose como un gigante después de la siesta, un gigante redondo, con la tripa llena de aire caliente, elevándose sobre el submarino, sobre el río, y sobre la catarata, que jugó un rato con el submarino hasta hacerlo desaparecer para siempre. Y siguió ascendiendo hasta más allá de la copa de los árboles, hasta que los árboles se convirtieron en una gran mancha verde, y entonces, por primera vez, vio, con la claridad que se ven las cosas desde las alturas, el río de cauce tortuoso que lo había llevado hasta allí. Lo malo de los globos es que no tiene timón, pensó Jaivle. No van hacia donde queremos sino hacia donde el viento quiere. Pero eso a él no le importaba, cualquier destino era acertado si lo acercaba a la mujer de la que cada día estaba más enamorado. Y esa mujer podía estar en cualquier parte. El globo recorrió el cielo de la selva entera. Atravesó varios ríos. Fue refugio de toda clase de pájaros, que se agarraban con las patas a los banderines, y se dormían dejándose llevar. Y un día, la selva se acabó, y apareció el mar de hielo: el mismo que había sustituido a su amada en el cristal del televisor. Entonces el globo se fue arrugando y comenzó a descender. Jaivle abría cada vez más el quemador, acercando la llama a la lona para desprender los témpanos que se adherían a ella. Tanto la acercó, que la lona acabó prendiendo y la canasta, a la que ya alcanzaba el fuego, se precipitó sobre el hielo. Primero fue el susto de la caída. Después palparse los huesos por si alguno de ellos se hubiera roto. Después apagar el incendio para que no se derritiera el suelo. Y cuando ya se hubo serenado, Jaivle miró a su alrededor, y vio un desierto blanco y frío extendiéndose por todas partes hasta el infinito. Desde arriba, si algún pájaro hubiera pasado volando, habría visto un hilo de humo saliendo de unas brasas, y un hombre solo, muy solo, en medio de la nada. Pero no pasó ningún pájaro. El amor debió hacer a Jaivle invencible. Lejos de rendirse, arrancó la tela del globo que no se había quemado e hizo una cabaña con ella. Con la sierra que utilizó para partir en dos la canasta, abrió un agujero en el hielo, y echó por él un hilo atado a un anzuelo que fabricó con tornillos y otros restos del globo, y en el que insertó lo único que le quedaba de comida: un dátil seco. Una hora después no había pescado nada. Un día después seguía sin pescar nada. Una semana después, con el hilo resbalándole entre los dedos, sintió al miedo trepando por sus piernas, y las lágrimas comenzaron a rodar mejilla abajo. Entonces soltó el hilo, se desnudó, se acostó en el suelo helado, y se quedó dormido. Cuando se despertó descansaba en la cama de un hospital. Una expedición que se dirigía al Polo Sur lo había encontrado en medio de la nieve. Allí se recuperó de las quemaduras del hielo, recuperó el tacto en los dedos de las manos y de los pies, casi congelados cuando la expedición lo encontró, recuperó los kilos perdidos, el color natural y los 36 grados y medio a los que el cuerpo -febril durante varias semanas- se resistía a volver. Pero había perdido el valor y la voluntad. Hasta el blanco de las paredes de aquel lugar asustaba al pobre Jaivle. Después de salir del hospital vagó durante mucho tiempo sin rumbo y sin ganas, bebiendo solajes de vino y comiendo lo que a la gente le sobraba. Y así una calle lo llevó a otra, y otra calle lo llevó a un barco, y un barco a un tren. Siempre viajando de polizón, siempre escondiéndose. Y un tren a una ciudad, y una ciudad a otra ciudad. Hasta que llegó a la suya. Se reencontró con sus aceras, con sus esquinas, con sus arboledas y con sus plazas. Y recordó su antigua casa, que hacía tanto tiempo que no veía, y que ya no era suya. Sus pies lo condujeron sin prisa hasta ella. Estaba igual que cuando la había dejado. La valla parecía recién pintada, su jardín seguía verde, y las enredaderas de hiedra trepaban junto a las ventanas. Entró en el jardín, se acercó a una de aquellas ventanas, puso sus manos sobre el cristal a modo de visera, y se asomó al interior. Un escalofrío le recorrió el espinazo al descubrir sus mismos muebles allí dentro, su misma ropa colgada de la percha, su mismo sombrero en el recibidor. Y entonces la vio a ella, con sus labios carnosos y sus ojos grandes, ingrávida y traslúcida como un fantasma. Estaba de pie, junto a una tabla de planchar, con una camisa del propio Jaivle entre las manos. Se movía como si flotara, sin los altibajos normales que se producen al caminar. Cuando terminó de planchar, plegó la tabla, y abandonando el salón hacia el pasillo. Jaivle corrió por el jardín de ventana en ventana, buscándola en todas las habitaciones. Como no la encontró, acabó trepando por las enredaderas hasta la planta de arriba, donde estaban los dormitorios. Se asomó a uno de ellos y, todavía quedó más sorprendido, al encontrarse a sí mismo vaciando los armarios y haciendo las maletas. Estaba terminando de abrochar las correas que cerraban su equipaje, cuando ella entró en la habitación. Pero él, o ese otro Jaivle que vivía allí dentro, no pareció darse cuenta de su presencia. Cogió una maleta con cada mano y echó a andar. Al salir de allí, atravesó el cuerpo intangible de la mujer, que se encogió de dolor y se hizo un poco más transparente. Agarrado a la hiedra, Jaivle escuchó sus propios pasos bajando las escaleras, escuchó el portazo que él mismo había dado al salir, pero no pudo mirar a atrás por miedo a caerse. Durante un momento le pareció ver a la mujer flotando por el cuarto, desapareciendo mientras él se iba quedando sin fuerzas. Le pareció que comenzaba a llorar sin muecas que estropearan su belleza. Jaivle acercó su cara a la ventana y besó el cristal, que se fue ablandando y humedeciendo bajo sus labios. Y por un momento, creyó haber encontrado el ángulo mágico que le permitiría regresar. Después sus manos se soltaron, y su cuerpo se deshizo en un enjambre de puntos: blancos, negros y grises; como la nieve que aparece en el televisor cuando busca una señal que no encuentra. Y un mar de hielo comenzó a devorar el paisaje.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

La sangre. Godiva

Le encontré mirando pensativo por la ventana abierta. Me fijé en el movimiento de su flequillo, en su tórax estrechito, desnudo, sin vello. Al notar mi presencia me dijo: -me gustan estos días con viento en los que parece que algo va a cambiar- Sonreí a su observación. Le sonreí a él, rastreando discretamente con la mirada el ambiente de su cuarto: cedés por todas partes, videojuegos, cómics orientales, zapatillas, camisetas, unos “nunchakus”, fotos de la niña, libros, pequeños aparatos de musculación, cojines y el omnipresente ordenador. -Me imagino en un velero o algo de eso, moviéndome por ahí, viendo cosas y conociendo a mucha gente interesante- Su vida paralela a la mía, algunos de sus pensamientos parecidos a los míos, su juventud que yo ya perdí. Sus costumbres, sus manías, su manera de hablar y gesticular, las palabras forasteras que aprendo con él, su desorden, su música, su cuerpo desgarbado extendido con indolencia a lo largo la cama. Su olor. Dosifiqué cuidadosamente mi abrazo por no oir eso de -¡Qué plasta eres, mamá!-

lunes, agosto 21, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Los domingos.SANTI PEÑA

La veía todos los domingos hasta los siete años, después de pasar casi una hora en una guagua mareante que me llevaba hasta el pueblo donde vivía. Mis padres tenían una casa allí e íbamos a pasar el día. Ella vivía cerca y al levantarse iba hasta la casa y me esperaba sentada en la puerta. Cuando yo llegaba, nos íbamos a jugar por el campo y por las fincas de plátanos. Nuestros juguetes eran piedras, palos, ramas y hojas de platanera. Solíamos cagar y mear en las tajeas de agua cuando tocaba día de riego. Ella había planificado perfectamente nuestras vidas para cuando fuéramos mayores. Tendríamos cinco hijos, un 124 rojo y un trabajo en el que me tendría que poner un mono azul mientras ella cuidaría de la casa y de los hijos. Entre nosotros no hubo nunca la menor pulsión sexual. Nos despedíamos junto a las flores que se abren por la noche y regresaba con mis padres en la misma guagua mientras dormía sobre el hombro de mi madre. Un domingo dejé de ir. La abandoné por el cine de la función de matiné a la que iba con mis amigos en busca de adaptarme más al ambiente de los chicos del barrio. Meses después llamaron a casa diciendo que ella se había muerto. Un domingo jugando sin mí en las fincas se había encontrado una botella de refresco llena con un veneno y bebió de ella. Mis padres me llevaron a su entierro. Cuando metían su pequeño ataúd en el nicho sentí una leve presión en la entrepierna que para mí era nueva.

sábado, agosto 05, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

La vergüenza. Manuel

He leído hoy una noticia que me ha hecho recordar a Lucindo, un camarero veterano con el que trabajé cuando, de chaval, ayudaba a mi padre en el bar. He hablado de él otras veces. Me asombraba su memoria. Era capaz de tomar el pedido de tres o cuatro mesas a la vez, reorganizar la información camino de la barra y, al llegar, cantármelo por “categorías” (primero todos los cafés, luego los refrescos, luego los licores, después las tapas). Y, por supuesto, en cuanto yo ponía sobre el mostrador las consumiciones, Lucindo cargaba la bandeja y repetía el proceso a la inversa sin equivocarse nunca. Yo le quería mucho: le debo, entre otras enseñanzas inolvidables, el descubrimiento del Campari (con mucho hielo). La noticia de hoy en La Voz de Galicia es más bien una crónica breve. Se titula Lágrimas, y la firma María Rey. María escribe sobre los actos que han organizado en O Grove en homenaje a las víctimas de la represión franquista. El fragmento en que me vino a la cabeza la imagen de mi viejo amigo dice así: “No contentos con hurgar en el pasado, estos días pasados han organizado en O Grove actos de homenaje a todas aquellas víctimas de la represión. ¿Y qué han conseguido? Que corriesen muchas lágrimas. Que, públicamente, muchas familias pudiesen llorar por hombres que fueron fusilados, paseados o encarcelados sin motivo, sacudiéndose la vergüenza social que durante muchos años mantuvo aprisionada su pena. Que muchos nietos hayan descubierto el orgullo que se escondía en su apellido y hayan empezado a ver con otros ojos su propia historia.” Sacudirse la vergüenza heredada, ¿será eso posible? El caso es que Lucindo ya no puede contestar la pregunta (se murió en el setenta y pocos), y, que yo sepa, no tiene nietos ni familia cercana que puedan hacer eso, “sacudir la vergüenza” en su nombre. Cuando la guerra, Lucindo luchó en el bando republicano. Nunca me habló del tema, es decir, de lo mal que lo pasó después en los años más duros de la represión. Yo tampoco quise preguntarle, aunque, gracias a mi padre, tuve noticia de esto que ahora voy a contar. Cuando la dictadura de Franco, la Falange celebraba en mi pueblo cada 17 de marzo la fecha de su fundación. Aquí se juntaban una vez al año un montón de falangistas que venían de todo Galicia y más allá. Además de falangistas, el pueblo se llenaba ese día, y en la víspera, de policías de la secreta (así los llamábamos). Yo todavía recuerdo los últimos estertores de todo aquello. Aunque era pequeño, como vivíamos en el piso de arriba era fácil deslizarse de la cama y bajar por la escalera interior a echar un vistazo. La noche del 16 podían dar las dos, o tres, o cuatro de la mañana con el bar atestado de extraños. Mucho azul, mucha gabardina, mucho humo, mucha gomina, mucha pistola en la sobaquera. Fue en el transcurso de una de esas noches (en los 50) cuando sucedió lo que quiero contar. Mi padre, que por aquella época era un camarero más, compartía turno con Lucindo. Los falangistas y los policías secretos conocían a Lucindo. Lo insultaban. Rojo, cabrón, tráeme otro café. Él iba y venía en silencio. La una, las dos y las tres, y las cuatro, las cinco y las seis… Era muy tarde, contaba mi padre. Quedaban sólo un par de mesas. Cuando ocurría eso, el resto de las luces del bar se apagaban dejando encendidos sólo un par de plafones. Súbete a la mesa y baila, rojo cabrón, que te subas a la mesa y bailes, ostia!!! Y lo hizo. Lucindo subió al velador de mármol y bailó. Y dejaron de apuntarle a la cabeza. Lucindo no tiene hijos vivos (que yo sepa), ni nietos, ni familia cercana. Pero seguro que la tienen aquellos que le humillaron de aquel modo tan atroz en el Café Central de Vilagarcía de Arousa, una madrugada, la del 16 al 17 de marzo del cincuenta y tantos. Que no se olviden ellos. Esos tampoco podrán sacudirse la vergüenza.