Voleskine Ventaniano. Relatos Cortos, reseñas literarias, musicales y cinematográficas.

lunes, julio 31, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

DE JULIO A ABRIL. Francisco M. Aguado Blanco

Cuando éramos pequeños jugábamos en un descampado cercano a casa. Madrid era entonces uno de los pocos lugares de España que gozaba de atascos en horas puntuales-que no puntas. Pero eso era en el centro. En cuanto te alejabas más allá de las grandes vías, todo era un copia a escala de un pueblo manchego, de un trozo de Andalucía, de una flota gallega... Madrid era una maqueta de muchas ilusiones en medio de eriales de nada; espigas y cardos que se empeñaban en viajar en los jerséis de lana gruesa. En uno de esos lugares, hasta el más topre, encontraba munición con sólo rascar con una navaja (con la que un día me corté.)

Era la Guerra Civil. A nosotros no nos importaba qué pasó, si bien la búsqueda se aliñaba con historias que el abuelo de uno y de otro habían contado en voz baja y que probablemente eran mentira por las sospechosas coincidencias que mostraban con las películas televisivas del momento. Así, Carlitos contaba el asalto al Cuartel de la Montaña como si lo hubiese defendido Mr. Spock. O Juanito, que relataba la entrada de las tropas moras en Badajoz como un capítulo de Los Invasores. Floren, que su padre tenía una fábrica de botas proveedora al Ejército, glosaba el tiro que le dieron a Franco en África como un capítulo del día anterior de El Santo.

Encontramos muchas balas. Oxidadas. Las guardábamos en una caja de botas. Cuando construyeron una lavandería en los terrenos, repartimos la munición entre todos.

Estudiaba segundo de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Mis primeros escarceos amorosos me llevaron a otro descampado cercano a la Facultad con una compañera. Nos estábamos besando a pleno pulmón-y digo a pleno pulmón- cuando sentí un escalofrío que paralizó todo. "¿Qué te pasa?"-me dijo Mari Carmen.-"Debajo de la manta hay mucha munición de combate." -Le dije.-

Una vez en una zona de copas de moda hace años, en el Madrid de Moncloa,- Aurrerá se llamaba-, en un pub, escuché cantar a un grupo de parroquianos vascos a coro. Podíamos haber ido todos a la cárcel. Los que cantaban, por hacerlo y los que escuchábamos por ser como hacerlo. (Aunque yo siempre pensé que el delito estribaba en no saber cómo hacerlo como ellos.) Juro que se le pone a uno los pelos de punta oír a vascos cantar fuera de su tierra. Supe en ese instante, que bajo los lavabos de aquel pub, había mucha munición enterrada.

Y viajé por España entera entre los setenta y comienzo de los ochenta. Siempre detectaba, en cada provincia sin excepción, munición. Y mi mente se teñía de imágenes de combates, anaranjadas de ocaso que iban haciéndose rojas sangre hasta la oscuridad total, negro bota.

Nunca he dicho esto a nadie. Pero yo hice la guerra. No sé cómo ni de qué manera. Pero estuve allí: Maté y morí. Cuando me hablan de razones, de ideas o de porqués, no entiendo nada. Sólo me viene a la memoria munición; colores anaranjado, rojo, negro. Y dos olores: el que deja una mujer en un pañuelo al cuello y el que deja la hierba seca en los descampados que se riegan con sangre propia y que huele de la misma manera que cuando se riega con la ajena. Todo ello es el olor de la lluvia deja sobre el seco. En concreto, en el periodo que va de Julio a Abril de cada trienio.

Madrid era una maqueta de muchas ilusiones en medio de eriales de nada; espigas y cardos que se empeñaban en viajar en los jerséis de lana gruesa

Nunca he dicho esto a nadie. Pero yo hice la guerra. No sé cómo ni de qué manera. Pero estuve allí: Maté y morí. Cuando me hablan de razones, de ideas o de porqués, no entiendo nada

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Artistas en la SER.


Y a la artista antes conocida como Delia le han leido estos dos relatos en la Ser   Mari tere  Mari tere  


Fragmento elegido: Ibáñez y su primer dibujo
Autor: Delia Aguiar Baixauli


Tenía una rata en la cartera que se comía su dinero. Los billetes de diez euros desparecían sin que se diera cuenta, y de los de cincuenta apenas quedaba el olor. A veces, la rata de su cartera viajaba a la cartera de su madre, cogía entre sus patas algunos billetes y los llevaba a la suya. Y se los comía de nuevo. Un día, la rata dijo: Estoy perdiendo el tiempo, me voy a vivir a la cartera que siempre tiene dinero. Pero antes de que pudiera hacer nada, la rata y él ya estaban de nuevo en el internado.


Fragmento elegido: Canción ONCE
Autor: Delia Aguiar Baixauli


En un maletín de cuero negro, aquel simpático vendedor de la playa llevaba de todo, gafas de sol, pañuelos para el pelo, horquillas. Cuando me acerqué a observar una brújula plateada muy aparatosa, el vendedor cerró la maleta y me pilló la mano. Me asusté e intenté sacarla haciendo movimientos de muñeca como si bailara sevillanas, pero él se reía de mí. Tenía más fuerza. Aunque no los veía, sentía el roce los objetos y algún arañazo me hizo gritar de dolor. En vista de que no iba a soltarme, dejé allí mi mano y me fui a bañar. Luego vi que la compraba un anciano, no quiero pensar para qué.

sábado, julio 29, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

La Caza. Lola Sanabria.

Debí evitarlo. Y lo intenté. Pero tenía una lengua tierna, ensalivada y dulce. Dejó su rastro por mi cuello y subió a mi boca. Caramelo líquido que envolvió mi labio inferior como una crisálida. Rendida, le franqueé la puerta de entrada a mi casa. Hice mi recorrido nocturno cerrando todas las ventanas. Esfuerzo inútil. Después de la media noche, él se dio cuenta de que los postigos estaban abiertos de par en par y se fue para no volver sino a través de palabras que se liaban en las creencias de las buenas gentes del pueblo y llegaban a mí entrampadas. Se afianzó mi fama y cada vez que las señoras, pañuelo negro anudado al cuello y escapulario morado sobre tetas descolgadas, pasaban delante de mi casa, se santiguaban y aligeraban el paso de sus zapatillas de lonetas reventadas por juanetes. Nadie quiso desde entonces regalarme una caricia ni un beso. Y sin embargo, con el canto del gallo, amanecía entre sábanas arrugadas, con los muslos húmedos de deseo cumplido y la boca sin jugos, como secados por besos. Dormía desnuda sobre un lecho de telas revueltas cuando escuché una algarabía de viejas plañideras. Me vestí y salí a la calle. Miraban hacia arriba, bajaban las cabezas, se persignaban, pasaban las cuentas de sus rosarios con uñas de luto, lloraban, gemían y clamaban al cielo pidiendo ayuda. Con un ala atrapada entre los cables de la luz, el cuerpo colgando, la cola oscilando entre las patas algo torcidas, un pequeño ser cornudo intentaba alcanzar con una mano de uñas largas y afiladas, los cables para soltarse. Las viejas me recibieron con insultos y escupitajos y tuve que refugiarme dentro de casa. Las oí arengar a los hombres. Escuché sus gritos cuando el diablillo les chamuscó el pelo con llamaradas de agonía. Eso les oí llamarlo, diablillo. Eso dijeron. Sé lo que hicieron con él. Sé lo que piensan hacer conmigo. Salgo al patio. El cielo arde. Bombas incendiarias que corren de un lado a otro, cruzándose en caminos de sangre. Levanto una mano, luego la otra. Doy un salto pequeño, subo unos metros, bajo. Cojo impulso, arriba, más alto, vuelvo a caer. Escucho los golpes en la puerta. Deprisa. Voy hacia la escalera pegada a la pared del pajar. Peldaño a peldaño, llego a la entrada. Doy una patada a la escalera. Los oigo. Están al lado. Veo sus cabezas asomar desde el patio vecino. Él me mira y sonríe torcido. Echa una pierna hacia este lado del muro. Voy a saltar. Cierro los ojos y salto.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Infernos. Neula

Relato ganador. Concurso de relatos, edición Julio 06. Hay cosas que simplemente las sabes, pero que no puedes contar a nadie porque no las entenderían. Yo sabía por ejemplo, que el infierno estaba en el sótano de casa. Por eso si una pelota iba a parar allí, la daba por perdida. Si algunos días después aparecía, me daba aprensión sólo mirarla. Siempre pasaba deprisa por delante de los ventanucos de respiración. En cambio mi madre tendía justo enfrente, pasaba por delante una y otra vez, arrastrando las alpargatas a medio calzar. Esa fue mi pesadilla muchas noches. Las alpargatas de mi madre paseando lentamente delante de los ventanucos enrejados, y yo mirando, conteniendo la respiración y sabiendo que los demonios podían tirar de ella en cualquier momento y llevársela. Son cosas que sabes, pero que olvidas. O finges olvidar. Y un día el sótano es sólo un trastero, y bajas con tu padre a ordenarlo. Y ya no té acuerdas de lo que sabías, y estas confiado, hasta que en un rincón surgen las alpargatas de mamá. Y por un segundo recuerdas lo que sabías, y tiemblas al pensar que finalmente los demonios la arrastraron porque fuiste demasiado cobarde para avisarla. De nada sirve que te digas que son tonterías. Que mama murió de tisis en un centro. Hay cosas que simplemente las sabes.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Walt congelado. Francisco M. Aguado Blanco

Me levanté una de estas noches agobiado por el calor, camino de la nevera con el fin de que el agua me refrescase la garganta, me repusiese de líquido y me hinchase la tripa lo suficiente como para volver a coger el sueño. Por el pasillo choqué con un juguete. Lo malo de los juguetes que venden hoy en día a los niños, es que todos parecen tener algo que decir. Una grúa con ojos en el parabrisas y dientes en el frontal, tomada de una película de dibujos animados y que viene a hacer furor entre la chiquillería, me largó una parrafada en el inglés de Walt Disney junto con un ruido de motor de fondo. Cogí enfadado el cochecito y proseguí ruta hacia el refrigerador. Abrí el congelador, y lo lancé al fondo; bebí y me acosté. Al día siguiente mi hijo me preguntó por la grúa que, cómo no, resultó ser su juguete preferido. Recordé como lo haría un sonámbulo, el lugar donde quedó aparcado. Pero solté una estupidez diciéndole que probablemente le habían retirado el carné por puntos y se lo habría llevado otra grúa. Anoche decidí ponerlo a descongelar en la terraza. Esta mañana ha amanecido con un leve charco a su alrededor. Le he dado con la punta de la pantufla y me ha soltado una parrafada con ruido de motor de fondo, esta vez en español. Resulta un sonido hueco que no acabo de entender del todo. Lo poco, me ha parecido una grosería. El cambio de idioma lo achaco, más que al efecto del frío, a que con toda probabilidad haya accionado sin querer una palanca situada en los bajos junto a las pilas, con dos opciones de posición: E-US. De tratarse de un enfado, no lo entiendo. ¡Ya me hubiera gustado a mí que alguien me hubiese puesto al fresco casi una semana! Ahora mismo me estoy preparando el desayuno: fruta fresca, agua fresca y horchata fresca con fartons calientes. Antes, lancé de nuevo la grúa al fondo del congelador. Que aprenda modales.

miércoles, julio 26, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

> ¡Auuuuuuuuuuuuu!- Rubén Navarro.

Cada vez que pasa un coche de policía, una ambulancia o los bomberos, con las sirenas puestas, el perro lobo aúlla con sentimiento, y me hace saltar, un salto astronómico, de la taquicardia, de la inquietud del qué habrá pasado, a la serenidad y la reflexión. El perro embellece de alguna manera ese estrépito de mal agüero. Él cree que las sirenas son perros lobos que aúllan y responde, y su aullido es un grito en el desierto. O no. Cuántas veces habremos actuado movidos por estímulos que en realidad son otra cosa distinta de la que creemos. Y ni así, parece, nada cae en saco roto: respondemos a falsos estímulos con gritos en el desierto que, sin embargo, quién sabe a quién y por qué hacen dar saltos astronómicos. Lo que es no es y lo que no es acaba siendo. Se decía en mi pueblo (que era pequeño para asustarse de verdad cuando sonaban sirenas), y recuerdo a mi abuela rezando blanca de miedo, que cuando aullaba un perro no tardaría en morirse alguien. Precisamente mi abuela, cuando estaba contenta, recitaba de carrerilla un párrafo o poema que nunca supe dónde aprendió, y que a mí me hacía morirme de risa: era una noche estrellada y sin embargo llovía; más allá, una manada de cerdos saltaba de flor en flor como una linda mariposa; más allá, en una cabaña sin techo, sentado en una silla sin patas, un esqueleto sin huesos leía un libro sin letras a la luz de una vela apagada; más allá, en un río sin agua, flotaba un barco sin velas, cuyo capitán, con voz bronca gritaba: “¡al abordajeeeee!”; más allá, en un castillo sin torres, había una princesa que, asomada a una ventana cerrada de par en par, decía con voz dulce y melodiosa: “¡cojones, qué frío hace!”. Naturalmente, el capitán y la princesa se habían intercambiado las voces, dulce y melodiosa la de él, bronca la de ella. (Lo que es no es...)

Va ya para dos años que me alojo aquí y todavía no he visto al perro lobo. Debe vivir cerca, a dos manzanas a lo sumo. Debe ser un buenazo, grande, marrón y negro, y sus dueños también. Estoy preocupado, porque la última vez que pasaron los bomberos no aulló. Era una noche estrellada y sin embargo llovía; más allá, los bomberos rociaban una casa sin techo a la luz de un incendio... Para colmo, hace por lo menos dos semanas que no se oyen sirenas. Ojalá se hayan ido de vacaciones a la playa, o mejor, ojalá se hayan fugado a la montaña, toda la manada.

jueves, julio 20, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Moon Palace

Trabajo Multimedia. Basado en un libro de Paul Auster. Desarrollado por Visual Communication - Glasgow School of art. James Houston Stephen Merrick Zoe Bierman Roddy MacNeill Gerald McGinnigle

miércoles, julio 19, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Challenger. Lola Sanabria



Talleres de escritura :: Escuela de Escritores ® :: Cursos de redacción y creación :: Mucho más que un taller literario ::

Finalista del 17 de julio
Fragmento elegido: Challenger
Autor: Lola Sanabria García
NOSTALGIA
Cuando trajeron al abuelo a casa, dejó de hablar y se quedó varado frente al televisor. A veces, cuando yo volvía del colegio, lo veía con la mirada perdida en la negrura de la pantalla y le preguntaba qué estaba haciendo. Él nunca contestaba así que lo dejaba solo y me iba a mi habitación. Una noche mientras cenábamos, pasaron por televisión la explosión del Challenger. El abuelo dijo: “Valencia”, y una lágrima mojó su piel reseca.

viernes, julio 14, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

NOTICIAS: Relatos Nuevos en los principales agregadores.

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viernes, julio 07, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Papá. Raquel H.

Papá se ha comprado un colchón de seiscientos euros. Le llamaron por teléfono ofreciéndole un robot de cocina, luego libros, y por último un colchón al que papá dijo que sí. Con el colchón le regalaron una colchoneta que daba masajes, pero después de probarla dos días llamó para ver si se la podían cambiar por la otra opción: el reloj valorado en doscientos euros que viene sin pila. Tuvo que ir a comprar una para poder estrenarlo, de paso aprovechó para que le quitasen un par de eslabones a la correa metálica. Se lo han dejado demasiado apretado, pero él se empeña en decir que esa es la medida justa. Le he cambiado la fecha cuando se lo ha quitado para enseñármelo. Tenía un retraso de dos días. Mientras lo hacía me he preguntado si el reloj cambiaría al día veintitrés a las doce de la noche o por el contrario lo haría a las doce del mediodía del día siguiente. Si el mecanismo hace esto último, papá llevará la ventana del calendario del reloj retrasado hasta que vuelva a verle y me fije (él no ve el número sin las gafas y Milagros nunca mira la hora en el reloj de papá, así que tampoco sabrá si el día cambia cuando debe). Terminé pensando que para saberlo tendré que asegurarme otro día, y ese otro día debería ser antes de las doce del mediodía, y yo nunca suelo verle tan pronto. Papá ahora compra cosas por teléfono, es de las personas que compra enciclopedias o baterías de cocina que guisan los alimentos al vapor. Papá ahora se pone metas del tipo cotejar precios de colchones durante una semana para asegurarse que ha hecho una buena compra telefónica que podría pagar en cómodos plazos sin intereses pero que prefiere pagar al contado. Papá sigue viviendo con Milagros, que no compra robots de cocina por teléfono pero sí chaquetones de piel sintética que vienen con una oferta de cacerolas de acero inoxidable enviando el cupón de una revista de ropa que sólo vende contra reembolso. Papá y Milagros tienen cuentas separadas, camas separadas, teles separadas, familias separadas, y animales de compañía separados. El perro, un perro que se encontró papá en el campo que hay frente a su casa, es de Milagros, el gato que atropello un coche de madrugada era de papá. Ellos no lo dicen, Milagros no dice este es mi perro, y papá nunca dijo algo como el mío es el gato, pero nosotros lo sabemos, es de esas cosas que todos sabemos y ninguno comenta. Papá ya no nos habla de sus aventuras de caza o de las travesuras de cuando era pequeño cuando nos vemos para comer. Papá ahora nos cuenta hazañas como que se ha comprado un colchón de seiscientos euros y que ha ido a comprar una pila para el reloj que le han regalado con el colchón de seiscientos euros. Papá se ha hecho mayor de repente, cada vez se parece menos a mi padre y mucho a un abuelo extraño que compra cosas por teléfono si le gusta el regalo que viene con el producto que le ofrecen. Papá ahora lleva un reloj de correa metálica que le aprieta demasiado y que –seguramente- cuenta sus días a destiempo.

martes, julio 04, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Amance Valencia. Francisco M. Aguado Blanco.

La oscuridad viaja a impactos para alcanzar a la luz. La casualidad decide entre puntos contrarios, por la línea más corta. La fatalidad espera a ambas vestida de curva peligrosa. Bajo tierra, luz a lo lejos; próximas las chispas. Pequeños destellos sacados a golpe de vida, luchan. Hay que salir de la forma en que moldea el metal, el hombre: el yerro. Reparto de suertes entre jirones de piel abrasada, entre trozos de cristal de ventanas, dentro del bombo abovedado, túnel de sorteo trágico, con dolores de cercanías y premios lejanos. ¿Nuestro estado del material? Lágrimas. ¿La imagen verdadera de Valencia? La conciencia, tan enlutada de muerta como herida tan alegre anteayer como ayer callada. Hoy. Mañana... Y aún así, tanta luz.
(Recuerdo entrañable a víctimas y familiares.)

sábado, julio 01, 2006

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

LAGARTIJAS. José Vicente Aracil

LAGARTIJAS

Julián partía los rabos de lagartija y se los comía; lo hacía para impresionarnos. Una vez se metió tres en la boca. Antes de tragarlos la abrió para enseñárnoslos; todavía recuerdo los rabos saltando contra el paladar. Luego comenzó a masticarlos y se los tragó.
Aquella noche no cene. Después de interrogarme mi madre, acabé contándoselo. "No vayas más con él" me dijo, "y por las lagartijas no te preocupes, les vuelve a salir el rabo". Han pasado muchos años. Algunas veces, en verano, recostada en la hamaca después de cenar, observo a las lagartijas en la pared, junto a la luz; atentas cuando se posa algún insecto cerca.
Tienen una paciencia infinita y una puntería infalible. Ayer vi una enorme acechando a un mosquito, parecía petrificada, los ojos fijos en él. Y de pronto un impulso extraordinario de las cuatro patas, un giro seco del cuello y el rostro certero de Julián me miró con el mosquito asomándole por la boca, después se lo fue tragando, poco a poco, hasta desaparecer.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Ellas. Valeria Riotinto.

Mi madre, en el cielo, es vecina de la madre de un amigo mío. Juntas riegan cada mañana su porción de nubes con regaderas de plástico. Sólo visten delantales de flores, porque se dejaron aquí toda su ropa. Luego se acercan al muro de ladrillo que separa sus territorios, y charlan de un lado a otro.
Mi amigo y yo nos abrazamos alguna vez. Ellas nos miran y se ríen mientras nosotros temblamos.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

Mármol. Valeria Riotinto.

Briznas de mármol entre las uñas mordidas, eso dijo que tenía ella. El diagnóstico no era del médico, sino sólo suyo. Antes había llevado esas mismas uñas muy bien pintadas, como anunciando que las puntas sobresalientes del extremo de sus dedos estaban vivas, que una sangre subterránea las podía recorrer si se lo proponía, una sangre artificial envasada en frasquitos que en lugar de extraerse con jeringuilla se hacía con un pincelito, que dolía menos, y que cubría la superficie dura y con manchas blancas hasta introducirse, por absorción, muy dentro de la carne. Pero desde que había sentido las briznas de mármol empezó a ignorar las uñas y luego a morderlas, hasta que se quedó sin ellas.
No es lo que tengo, sino lo que soy, dijo Antonio Banderas en un anuncio de relojes mientras veíamos la tele la última noche. Ella estaba en un extremo del sofá y yo en el otro. Sólo había una lámpara encendida en una esquina que me hacía ver su cuerpo entre sombras. Yo dije que me gustaba esa mirada de Antonio Banderas, que me recordaba a alguien, y ella encendió un cigarrillo y repitió, no es lo que tengo, sino lo que soy. Se miró las manos y me dijo que ya no podría volver a tocar nunca más las teclas de su ordenador.

y ella encendió un cigarrillo y repitió, no es lo que tengo, sino lo que soy. Se miró las manos y me dijo que ya no podría volver a tocar nunca más las teclas de su ordenador.

Máquina de escribir. Programa: Limites Primera parte (1 de 2)

MI PRIMERA ACAMPADA. Darinto


Veinte pares de calcetines, quince camisetas, quince bragas,
dos bañadores, una sudadera, dos chándals,
un anorak, un par de playeros, las botas de montaña,
los útiles de aseo, la bisera, la toalla de la playa...

diez años, 15 días sin verla, otros tantos desvelada,
y mientras hago la mochila, un poquitín emocionada....